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Los Romances, eran la expresión de las canciones populares. La transmisión durante la Edad Media, era puramente popular, formando lo que hoy denominamos Romancero Viejo.
Autores como: Lope de Vega, Góngora o Quevedo, Encina, García Lorca o Alberti, recopilaron y escribieron romances que hoy son considerados como el Romancero Nuevo.
En esta página, encontrara: Romance de Fontefrida, El conde Arnaldos, Romance del Conde Olinos, La derrota de don Rodrigo, Romance del cautivo, Romance de la loba parda, La mañana de San Juan...,Romance de Gerineldo, Romance de la infantina, Romance de la infanta parida, Romance de la buena hija

ROMANCES

Un castellano leal
I

«Hola, hidalgos y escuderos
de mi alcurnia y mi blasón,
mirad, como bien nacidos,
de mi sangre y casa en pro.

»Esas puertas se defiendan,
que no ha de entrar, ¡vive Dios!,
por ellas, quien no estuviere
más limpio que lo está el sol.

»No profane mi palacio
un fementido traidor,
que contra su rey combate
y que a su patria vendió.

»Pues si él es de reyes primo,
primo de reyes soy yo;
y conde de Benavente,
si él es duque de Borbón.

»Llevándole de ventaja,
que nunca jamás manchó
la traición mi noble sangre,
y haber nacido español.»

Así atronaba la calle
una ya cascada voz,
que de un palacio salía
cuya puerta se cerró;

y a la que estaba a caballo
sobre un negro pisador,
siendo en su escudo las lises
más bien que timbre, baldón;

y de pajes y escuderos
llevando un tropel en pos,
cubierto de ricas galas,
el gran duque de Borbón,

el que, lidiando en Pavía,
más que valiente, feroz,
gozose en ver prisionero
a su natural señor;

y que a Toledo ha venido,
ufano de su traición,
para recibir mercedes,
y ver al emperador.

II

En una anchurosa cuadra
del alcázar de Toledo,
cuyas paredes adornan
ricos tapices flamencos,

al lado de una gran mesa
que cubre de terciopelo
napolitano tapete
con borlones de oro y flecos,

ante un sillón de respaldo,
que entre bordado arabesco
los timbres de España ostenta
y el águila del Imperio,

de pie estaba Carlos quinto,
que en España era primero,
con gallardo y noble talle,
con noble y tranquilo aspecto.

De brocado de oro blanco
viste tabardo tudesco,
de rubias martas orlado,
y desabrochado y suelto,

dejando ver un justillo
de raso jalde, cubierto
con primorosos bordados
y costosos sobrepuestos,

y la excelsa y noble insignia
del Toisón de Oro pendiendo
de una preciosa cadena
en la mitad de su pecho.

Un birrete de velludo
con un blanco airón, sujeto
por un joyel de diamantes
y un antiguo camafeo,

descubre por ambos lados,
tanta majestad cubriendo,
rubio, cual barba y bigote,
bien atusado el cabello.

Apoyada en la cadera
la potente diestra ha puesto,
que aprieta dos guantes de ámbar
y un primoroso mosquero.

Y con la siniestra halaga,
de un mastín muy corpulento,
blanco, y las orejas rubias,
el ancho y carnoso cuello.

Con el condestable insigne,
apaciguador del reino,
de los pasados disturbios
acaso está discurriendo.

O del trato que dispone
con el rey de Francia, preso,
o de asuntos de Alemania,
agitada por Lutero,

cuando un tropel de caballos
oye venir a lo lejos
y ante el alcázar pararse,
quedando todo en silencio.

En la antecámara suena
rumor impensado luego;
ábrese al fin la mampara
y entra el de Borbón soberbio.

Con el semblante de azufre
y con los ojos de fuego,
bramando de ira y de rabia
que enfrena mal el respeto,

y con balbuciente lengua
y con mal borrado ceño,
acusa al de Benavente,
un desagravio pidiendo.

Del español condestable
latió con orgullo el pecho,
ufano de la entereza
de su esclarecido deudo.

Y, aunque advertido, procura
disimular cual discreto,
a su noble rostro asoman
la aprobación y el contento.

El emperador un punto
quedó indeciso y suspenso,
sin saber qué responderle
al francés, de enojo ciego.

Y aunque en su interior se goza
con el proceder violento
del conde de Benavente,
de altas esperanzas lleno

por tener tales vasallos,
de noble lealtad modelos,
y con los que el ancho mundo
será a sus glorias estrecho.

Mucho al de Borbón le debe
y es fuerza satisfacerlo;
le ofrece para calmarlo
un desagravio completo.

Y llamando a un gentilhombre,
con el semblante severo
manda que el de Benavente
venga a su presencia presto.
III

Sostenido por sus pajes,
desciende de su litera
el conde de Benavente,
del alcázar a la puerta.

Era un viejo respetable,
cuerpo enjuto, cara seca,
con dos ojos como chispas,
cargados de largas cejas.

Y con semblante muy noble,
mas de gravedad tan seria,
que veneración de lejos
y miedo causa de cerca.

Era su traje unas calzas
de púrpura de Valencia,
y de recamado ante
un coleto a la leonesa.

De fino lienzo gallego
los puños y la gorguera,
unos y otra guarnecidos
con randas barcelonesas.

Un birretón de velludo
con un cintillo de perlas,
y el gabán de paño verde
con alamares de seda.

Tan solo de Calatrava
la insignia española lleva,
que el Toisón ha despreciado
por ser Orden extranjera.

Con paso tardo, aunque firme,
sube por las escaleras,
y al verle, las alabardas
un golpe dan en la tierra.

Golpe de honor y de aviso
de que en el alcázar entra
un grande, a quien se le debe
todo honor y reverencia.

Al llegar a la antesala,
los pajes que están en ella
con respeto le saludan,
abriendo las anchas puertas.

Con grave paso entra el conde,
sin que otro aviso preceda,
salones atravesando
hasta la cámara regia.

Pensativo está el monarca,
discurriendo cómo pueda
componer aquel disturbio,
sin hacer a nadie ofensa.

Mucho al de Borbón le debe,
aún mucho más de él espera,
y al de Benavente mucho
considerar le interesa.

Dilación no admite el caso,
no hay quien dar consejo pueda,
y Villalar y Pavía
a un tiempo se le recuerdan.

En el sillón asentado,
y el codo sobre la mesa,
al personaje recibe,
que, comedido, se acerca.

Grave el conde lo saluda
con una rodilla en tierra,
mas como grande del reino
sin descubrir la cabeza.

El emperador, benigno,
que alce del suelo le ordena,
y la plática difícil
con sagacidad empieza.

Y entre severo y afable,
al cabo le manifiesta
que es el que a Borbón aloje
voluntad suya resuelta.

Con respeto muy profundo,
pero con la voz entera,
respóndele Benavente
destocando la cabeza:

«Soy, señor, vuestro vasallo;
vos sois mi rey en la tierra,
a vos ordenar os cumple
de mi vida y de mi hacienda.

»Vuestro soy, vuestra mi casa,
de mí disponed y de ella,
pero no toquéis mi honra
y respetad mi conciencia.

»Mi casa Borbón ocupe,
puesto que es voluntad vuestra;
contamine sus paredes,
sus blasones envilezca,

»que a mí me sobra en Toledo
donde vivir, sin que tenga
que rozarme con traidores,
cuyo solo aliento infesta;

»y en cuanto él deje mi casa,
antes de tornar yo a ella,
purificaré con fuego
sus paredes y sus puertas.»

Dijo el conde, la real mano
besó, cubrió su cabeza
y retirose, bajando
a do estaba su litera.

Y a casa de un su pariente
mandó que le condujeran,
abandonando la suya
con cuanto dentro se encierra.

Quedó absorto Carlos quinto
de ver tan noble firmeza,
estimando la de España
más que la imperial diadema.
IV

Muy pocos días el duque
hizo mansión en Toledo,
del noble conde ocupando
los honrados aposentos.

Y la noche en que el palacio
dejó vacío, partiendo
con su séquito y sus pajes
orgulloso y satisfecho,

turbó la apacible luna
un vapor blanco y espeso,
que de las altas techumbres
se iba elevando y creciendo.

A poco rato tornose
en humo confuso y denso,
que en nubarrones obscuros
ofuscaba el claro cielo;

después, en ardientes chispas,
y en un resplandor horrendo
que iluminaba los valles,
dando en el Tajo reflejos,

y al fin su furor mostrando
en embravecido incendio,
que devoraba altas torres
y derrumbaba altos techos.

Resonaron las campanas,
conmoviose todo el pueblo,
de Benavente el palacio
presa de las llamas viendo.

El emperador, confuso,
corre a procurar remedio,
en atajar tanto daño
mostrando tenaz empeño.

En vano todo; tragose
tantas riquezas el fuego,
a la lealtad castellana
levantando un monumento.

Aún hoy unos viejos muros
del humo y las llamas negros,
recuerdan acción tan grande
en la famosa Toledo.
Don Álvaro de Luna
Mediada está la mañana;
ya el fatal momento llega,
y don Álvaro de Luna
sin turbarse oye la seña.

Recibe la Eucaristía,
y en Dios la esperanza puesta,
sereno baja a la calle,
donde la escolta le espera.

Cabalga sobre su mula,
que adorna gualdrapa negra,
y tan airoso cabalga,
cual para batalla o fiesta;

un sayo de paño negro
sin insignia ni venera
es su traje, y con el garbo
que un manto triunfal, lo lleva;

y sin toca ni birrete,
ni otro adorno, descubierta,
bien aliñado el cabello,
la levantada cabeza.

Los dos padres franciscanos
se asen de las estriberas,
y hombres de armas en buen orden
le custodian y le cercan.

Así camina el maestre
con tan gallarda presencia
y con tan sereno rostro,
que impone a cuantos le encuentran.

Sus enemigos no osan
clavar la vista soberbia
en él, como consternados
ya de su venganza horrenda;

sus partidarios parecen
decirle con mudas lenguas
que aún morirán por salvarle
y encenderán civil guerra.

Y aquel silencio terrible
por todas las calles reina,
que, o gran terror o despecho,
grande siempre manifiesta.

Silencio que solamente
de cuando en cuando se quiebra
con la voz del pregonero
que a los más valientes hiela,

Diciendo: «Esta es la justicia
que facer el rey ordena

a este usurpador tirano
de su corona y su hacienda.»

Siempre que oye el condestable
este vil pregón, aprieta
la mano del padre Espina
que en voz sumisa le esfuerza.

Arriba a la triste plaza,
que ha pocos días le viera
tan galán en el torneo,
con tal poder y opulencia.

El apretado concurso
el cuadrado espacio llena;
vese una masa compacta
de rostros y de cabezas.

Parece que el pavimento
se ha elevado de la tierra,
o que casas y palacios
su basa han hundido en ella.

Un callejón, que tapiales
de hombres apiñados cierran,
sirviéndole de linderos
lanzas en vez de arboleda,

ofrece paso hasta donde
lecho de muerte descuella,
en mitad del gran gentío,
que como la mar olea;

el reducido tablado,
enlutado con bayetas,
una gran tumba parece
que el pueblo en hombros sustenta.

Sobre él está colocado
un altar a la derecha,
de terciopelo vestido,
y entre amarillas candelas,

cuya luz el sol deslustra
y arder el viento no deja,
un crucifijo de plata
en cruz de ébano campea.

Yace un ataúd humilde
colocado a la izquierda;
cerca de él se ve una escarpia
en un pilar de madera,

y en medio, de firme, un tajo,
delante una almohada negra,
y un hacha, en cuya cuchilla
los rayos del sol reflejan.

Al pie del cadalso el reo
de la alta mula se apea;
fervoroso el padre Espina
con él sube y no le deja.

De pie ya sobre el tablado
tres personas se presentan
a las medrosas miradas
de la muchedumbre inmensa:

el ministro de la muerte,
el que lo es de vida eterna,
y el que dando al uno el cuerpo
al otro el alma encomienda.

Turbado el tosco verdugo
de atreverse a tal alteza,
necio terror da a su frente
que cubre jalde montera.

El religioso, metido
en su capucha, se queda
de mármol, cruza los brazos,
y con fervor mudo, reza.

El condestable, sereno,
el pie al crucifijo besa,
y luego tiende los ojos
por la turba que le observa;

y viendo junto al tablado,
en actitud lastimera,
a Morales, su escudero,
hecho de lealtad emblema,

le llama, de oro un anillo,
que el sello de sellar era
de su puridad las cartas,
del pulgar quita, y le entrega,

diciéndole: «Amigo, toma,
ya no conservo otra prenda.»
Después atisbó a Barrasa,
paje del príncipe, cerca,

y así le habló en voz sonora:
«Dile a tu dueño que vea
de dar a los que le sirvan
otra mejor recompensa.»

Viendo el pilar y la escarpia,
¿«Para qué?» pregunta. Tiembla
el sayón, y le responde,
hablar no osando, por señas.

Y prosiguió el condestable
con una sonrisa acerba:
«Después de yo degollado,
nada son cuerpo y cabeza.»

Entonces el padre Espina
que piense sólo, le ruega,
en Dios, y él: «Padre, es mi norte
y mi esperanza», contesta.

Se ajusta el traje, descubre
la garganta, ve que llega
el verdugo para atarle
las manos con una cuerda;

saca del seno una cinta
labrada con oro y seda,
y, «Átalas -le dice-, amigo,
si es necesario, con ésta.»

De hinojos en la almohada
se pone, el cuello presenta,
el religioso le grita:
«Dios te abre los brazos, vuela.»

El hacha cae como un rayo,
salta la insigne cabeza,
se alza universal gemido
y tres campanadas suenan.
La muerte de un caballero
El noble francés Bayardo,
el insigne caballero
que nunca mancilló tacha,
que jamás conoció miedo,

por la falda de los Alpes
en fuga las huestes viendo
que al almirante de Francia
dio el rey Francisco primero,

del deshonor de las lises
furioso su heroico pecho,
gallardo la lanza empuña,
riscado revuelve el freno,

y en los pocos españoles,
causa de aquel desconcierto,
se arroja como valiente,
para morir como bueno.

A pintar su gallardía,
a contar sus altos hechos,
a encarecer sus hazañas,
no basta el humano acento.

En un normando morcillo
que respira espuma y fuego,
cuya ligereza es rayo,
cuyos relinchos son trueno;

con un arnés que deslumbra
del mismo sol los destellos,
y en parte una veste oculta
de carmesí terciopelo,

y sobre el bruñido casco,
dando vislumbres al viento,
un penacho blanco y rojo
con rica joya sujeto,

cual águila se revuelve,
lidia cual león soberbio,
cual raudo torrente rompe,
resiste cual risco eterno.

Solo españoles soldados
sin ceder pudieran verlo,
y con él y con los suyos
trabar combate sangriento.

Mas, qué mucho, si los rige
aquel hijo predilecto
de la victoria en Italia,
marqués de Pescara excelso.

Del noble francés Bayardo,
a pesar de los esfuerzos,
la francesa artillería
fue de la España trofeo.

Pues de aquella escaramuza
en lo más trabado y recio,
cuando las contrarias huestes
eran de valor portentos,

una silbadora bala
de obscuro arcabuz partiendo,
traspasó de parte a parte
al gallardo caballero.

Al caer de los arzones
con pesado golpe al suelo,
cuajó la sangre a sus tropas
de sus armas el estruendo,

y alzaron tal alarido
de dolor y de despecho,
que por los lejanos valles
resonó en fúnebres ecos.

Al oír los españoles
tan lamentable suceso,
la sangrienta lid suspenden
de asombro y lástima llenos;

pues la muerte de un contrario,
de valor insigne ejemplo,
pena y confusión infunde
en sus generosos pechos.

Soldados de ambas naciones
cercan al noble guerrero,
cuya sangre empaña el brillo
del arnés bruñido y terso.

Y el mismo Pescara llega,
de llanto el rostro cubierto,
y le recoge en sus brazos
con doloroso respeto.

Sus criados le desarman,
inténtanse mil remedios,
mas, ¡oh dolor!, todo en vano,
llegó su instante postrero.

Muere Bayardo el famoso,
y en el último momento
después que a Dios pidió gracia,
cual cristiano caballero,

a españoles y a franceses,
tornando el rostro sereno,
«Por mi rey y por mi patria
-exclamó- gozoso muero;

»y ufano de que haya sido
a las manos y al esfuerzo
de soldados españoles,
de honra y de valor modelo,

»y de la nación más grande,
que en más alta estima tengo,
de cuantas pueblan la tierra,
de cuantas cubren los cielos.»

No dijo más, que la muerte
convirtió su voz en hielo,
volando a tomar el alma
entre los héroes asiento.

Dejaron los españoles
por honra a tal caballero,
de seguir al almirante,
que en Francia salvose presto.

Y el cadáver de Bayardo,
de lauro inmortal cubierto,
entregado fue a los suyos
con justo desprendimiento,

para que hallara reposo
tan valiente y noble cuerpo
en su agradecida patria
al lado de sus abuelos.
La vuelta deseada
I

Entre aquellos olivares
que Torreblanca domina
y ciñen de un lado y otro
el camino de Sevilla,

por un atajo atraviesa,
para llegar más de prisa,
una carretela verde
con una gran baca encima;

toda cubierta de barro,
tableros, muelles y viga,
de barro seco y reciente
y de tierras muy distintas.

Cuatro andaluces caballos,
que en torno lodo salpican,
en humo y sudor envueltos
de ella presurosos tiran;

y del postillón las voces
con que los nombra y anima,
del látigo los chasquidos
que los acosan y hostigan,

el son de los cascabeles,
y el de las ruedas que giran
rápidas, tras sí dejando
dos huellas no interrumpidas,

forman estruendo confuso,
y que viene posta avisan
a los carros y arrïeros,
que hacia un lado se desvían.

Dentro de la carretela
un hombre aún joven camina,
que revuelve a todos lados
la desencajada vista.

Es Vargas: alegre torna
de su patria a las delicias
después de vagar seis años
emigrado en otros climas.

Antiguos amigos halla
en cuantos objetos mira,
y en árboles, tapias, lindes,
dulces memorias antiguas:

lo pasado y lo presente
anudando va, y delira
entre esperanzas risueñas
y entre ya pasadas dichas.

Trastornos, persecuciones,
desventuras, injusticias,
en sus más floridos años
lo arrancaron de Sevilla,

abandonando riquezas,
honores, nombre y familia,
y dejándose allí el alma
en el pecho de Jacinta.

Jacinta, encanto y adorno
de toda la Andalucía;
y por sus luengas pestañas,
por su apacible sonrisa,

por los graciosos hoyuelos
que avaloran sus mejillas,
por su cuerpo primoroso
y por sus formas divinas,

por su gracia y su talento
y su modestia expresiva,
el hechizo de los hombres,
de las mujeres la envidia.

Diez y seis años contaba
cuando Vargas, ¡alta dicha!,
logró conmover su pecho
y agitar su alma sencilla,

al par que el amable joven
ardió en la pasión más viva,
al mirar a una doncella
tan inocente y tan linda.

En sus puros corazones
creció desde la hora misma,
y el trato y correspondencia
acrecentó en pocos días,

un primer amor de aquellos
que las estrellas combinan,
amor que de dos personas
el Destino eterno fija.

En los lazos de himeneo
a unirse dichosos iban,
con el aplauso felice
de sus contentas familias,

cuando se alzó tronadora
la borrasca embravecida,
que, ¡infelices!, confundiolos
del infortunio en la sima.

Seis años, ¡oh cuán eternos!,
Vargas por tierras distintas
huyó infelice, luchando
del Destino con las iras,

sin encontrar de consuelo
ni de esperanza mezquina,
un solo sueño de noche,
un solo rayo de día.

Las extranjeras beldades
estatuas le parecían;
las ciudades opulentas
que el orbe orgulloso admira,

desiertos... ¡Ay!, pero puede
feliz llamarse en sus cuitas,
venturoso en su destierro,
fortunado en sus desdichas.

Creció el amor con la ausencia
en el pecho de Jacinta,
que la distancia y el tiempo
al que es verdadero afirman.

De cuando en cuando se cruzan
papeles que lo acreditan,
cartas trazadas con llanto,
cartas con el alma escritas.

II

Todo en el mundo es mudable,
ni el bien ni el mal son eternos:
La apacible primavera
sigue al rigoroso invierno;

a la oscura noche el día,
y a la borrasca, que al cielo
empañó con densas nubes
y asustó con rudos truenos,

la calma serena y pura.
Así suelen a los tiempos
de desventuras y llantos,
seguir de paz y consuelo.

Del Rhin en la orilla helada,
abrumado de sí mesmo,
Vargas proscripto gemía,
su fortuna maldiciendo,

cuando noticias recibe
de que la patria le ha abierto
las puertas... Júzgalo absorto
ilusión de su deseo;

mas Jacinta se lo escribe,
y cuanto ella dice, es cierto.
Otra carta... de la madre
de Jacinta... que al momento

vuele a Sevilla, le ruega,
en donde dará Himeneo,
el día de su llegada,
a tan constante amor premio.

No la paloma, que presa
llora en doloroso encierro,
si acaso un resquicio mira,
tiende apresurado el vuelo

hacia el palomar y nido,
en donde vio el sol primero;
ni el torrente, a quien contuvo
el malecón interpuesto,

en cuanto lo encuentra roto,
se arroja a su antiguo lecho,
y por él se precipita
hacia la mar, que es su centro,

tan veloces como Vargas;
corre, sin tomar resuello,
a Sevilla: los instantes
son para él siglos eternos.

Montes, llanuras, ciudades,
ríos, Estados diversos
atrás deja, y los caballos
de tardos acusa y lentos.

Ya salva las altas cumbres
del nevado Pirineo,
y entra en España; ya escucha
la lengua de sus abuelos...

¿Qué importa? Ni un solo instante
retarda su raudo vuelo.
Halla a cada paso amigos,
halla intereses y deudos:

No se para, corre, corre,
que tiene en Sevilla puesto
su afán, y hasta que descubra
la Giralda, no hay sosiego.

Apenas ha quince días
que en las márgenes del Reno
de su Jacinta la carta
leyó, juzgándolo sueño,

y los caños de Carmona
ve a su siniestra creciendo,
y al frente la antigua puerta,
para él la puerta del cielo.

Cualquiera mujer que mira
en mantilla y de paseo,
que es Jacinta que le espera,
juzga, y le palpita el pecho.

Al llegar se desengaña,
y en otra que ve más lejos...
Jacinta fuera de casa
está, sí; sale a su encuentro.

Era en punto mediodía:
Entra por fin, y molestos
los guardas el carruaje
detienen corto momento.

Los maldice y les da oro,
porque le detengan menos:
«Corre», al postillón le grita,
y torna a marchar de nuevo.

Por las retorcidas calles
echa pestes y reniegos
a cada lenta carreta,
a cada corro interpuesto,

que a templar el paso obliga
de los caballos ligeros,
y anheloso a verse llega
de la ciudad en el centro.
Oye de fúnebres cantos
el triste son desde lejos,
se aproxima, y por la calle
que va a tomar, un entierro

pasa. Con hachas de cera,
pobres, vestidos de negro,
van de dos en dos; los siguen
las cofradías; a lento

paso un féretro se acerca
con una palma y corona
de un blanco paño cubierto,
de blancas flores... ¡Agüero

terrible!, que es de doncella
principal y de respeto
el funeral le parece...
Hierve taciturno el pueblo

en derredor. Manda Vargas,
turbado con tal encuentro,
que tome por otra calle,
al postillón. Revolviendo

este los caballos, torna
por un callejón estrecho,
y a la calle ansiada llega
después de corto rodeo.
Mucha gente en los balcones
está, mostrando en sus gestos
sorpresa de que en tal día
llegue a la casa un viajero.

Párase la carretela;
la puerta está abierta, yermos
el ancho portal y el patio;
reina en la casa el silencio.

De un salto Vargas se apea,
corre a la escalera presto,
de ella por un lado y otro
de cera advierte un reguero

reciente. Veloz la sube,
abre la mampara... ¡Cielos!
Colgada está la antesala
en redor con paños negros.

Enlutada una gran mesa
mira colocada en medio,
y en sus cuatro ángulos arden,
sobre cuatro candeleros

de plata, cándidas velas
consumidas casi: el suelo
cubren deshojadas flores,
siemprevivas y romero.

¡Dios!... ¡Pobre Vargas! Absorto,
sin voz, sin alma, y en hielo
convertido, ni respira.
Ojos cual los de un espectro

gira en derredor; se ahoga
sin respiración su pecho.
Volviendo en sí un corto instante,
oye llorar allá dentro;

cuando se abre lentamente
una puerta que al momento
se cierra, y un sacerdote
que por ella sale, lleno

de lágrimas el semblante
(de dar en vano consuelo
viene a una madre infelice),
queda inmoble a Vargas viendo.

Vargas lo mira, y no alienta;
mas tras de breve silencio
rompe al cabo, y le pregunta
con un angustiado esfuerzo:

«¿Dónde está?» Quedose helada
su lengua. Fáltale aliento
al turbado sacerdote,
y con agitado aspecto

alza el rostro, y levantando
la diestra, señala al cielo.
Vargas le comprende; arroja
un alarido de infierno;

huye veloz, la escalera
baja delirante, ciego,
nada ve, corre cual loco
por las calles, y muy presto

desaparece. En Sevilla
la noticia cunde luego
de su llegada; le buscan
sus amigos y sus deudos.

Todo, todo en vano; algunos
dan señas de que le vieron
junto a la Torre del Oro,
cuando el sol ya estaba puesto.

En un remanso, que forma
el Guadalquivir, no lejos
de Guelves, a las dos noches
unos pescadores vieron,

a la luz de escasa luna,
de un joven ahogado el cuerpo,
vestido aún. Procuraron
compasivos recogerlo;

pero al llegar con la barca,
y al agitar con los remos
el agua, veloz corriente
llevó el cadáver. Suspensos

siguiéronlo un corto rato
con los ojos, y muy presto
fue leve punto en las aguas,
y de vista lo perdieron.

Jaimito: Romances del Duque de Rivas

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