Charles Dickens
Me gusta volver a casa en Navidad. Todos lo hacemos, o deberíamos hacerlo.
Deberíamos volver a casa en vacaciones, cuanto más largas mejor, desde el internado en el que nos pasamos la vida trabajando en nuestras tablas aritméticas, para así descansar. Viajamos hasta casa a través de un paisaje invernal, por campos cubiertos por una niebla baja, entre pantanos y brumas, subiendo prolongadas colinas, que se van volviendo oscuras como cavernas entre las espesas plantaciones que llegan a tapar casi las estrellas chispeantes; y así hasta que estamos en las amplias mesetas y finalmente nos detenemos, con un silencio repentino, en una avenida. En el aire helado la campana de la puerta tiene un sonido profundo que casi parece terrible; la puerta se abre sobre sus goznes y al llegar hasta una casa grande las brillantes luces nos parecen más grandes tras las ventanas, y las filas de árboles que hay frente a ellas parecen apartarse solemnemente hacia los lados, como para dejarnos pasar. Durante todo el día, a intervalos, una liebre asustada ha salido corriendo a través de la hierba cubierta de nieve; o el repiqueteo distante de un rebaño de ciervos pisoteando el duro hielo ha acabado también, por un minuto, con el silencio. Si pudiéramos verles sus ojos vigilantes bajo los helechos, brillarían ahora como las gotas heladas del rocío sobre las hojas; pero están inmóviles, y todo está callado. Y así, las luces se van haciendo más grandes, y los árboles se apartan hacia atrás ante nosotros para cerrarse de nuevo a nuestra espalda, como impidiéndonos la retirada, y llegamos a la casa.
Probablemente huele todo el tiempo a castañas asadas y otras cosas buenas y reconfortantes, pues estamos contando historias de Navidad, historias de fantasmas, o más vergonzosas para nosotros, alrededor del fuego de Navidad, y no nos hemos movido salvo para acercarnos un poco más a él. Pero dejemos eso.
Llegamos a la casa y es una casa antigua, repleta de grandes chimeneas en las que la leña arde en el hogar sobre viejas tenazas, y retratos horrendos (algunos de ellos con leyendas también horrendas) miran con saña y desconfianza desde el entablado de roble de las paredes. Somos un noble de edad mediana y damos una generosa cena con nuestro anfitrión y anfitriona y sus invitados, es Navidad y la vieja casa está llena de invitados, y después nos vamos a la cama.
Nuestra habitación es muy antigua. Está recubierta de tapices. No nos gusta el retrato de un caballero vestido de verde colocado sobre la repisa de la chimenea. En el techo hay grandes vigas negras y para nuestro acomodo particular contamos con una enorme cama negra a la que en los pies le sirven de apoyo dos figuras negras también grandes que parecen salidas de dos tumbas de la antigua iglesia que tenía el barón en el parque. Pero no somos un noble supersticioso, y no nos importa. ¡Todo va bien! Despedimos a nuestro criado, cerramos la puerta y nos sentamos delante del fuego vestido con el camisón, meditando en muchas cosas.
Finalmente, nos metemos en la cama. ¡Muy bien! No podemos dormir. Damos vueltas y más vueltas, pero no podemos dormir. Las ascuas de la chimenea arden bien y dan a la habitación un aspecto fantasmal. No podemos evitar escudriñar, por encima del cobertor, las dos figuras negras y el caballero... ese caballero vestido de verde y de apariencia perversa. Con la luz parpadeante dan la impresión de avanzar y retroceder, lo cual, a pesar de que no seamos en absoluto un noble supersticioso, no resulta agradable.
¡Muy bien! Nos ponemos nerviosos... más y más nerviosos. Decimos: «esto es una verdadera estupidez, pero no podemos soportarlo; simularemos estar enfermos y llamaremos a alguien».
¡Muy bien! Precisamente vamos a hacerlo cuando la puerta cerrada se abre y entra una mujer joven, de palidez mortal y de cabellos rubios y largos que se desliza hasta la chimenea, y se sienta en la silla que hemos dejado allí, frotándose las manos. Nos damos cuenta entonces de que su ropa está húmeda. La lengua se nos pega al velo del paladar y no somos capaces de hablar, pero la observamos con precisión.
Su ropa está húmeda, su largo cabello está salpicado de barro húmedo, va vestida según la moda de hace doscientos años, y lleva en su ceñidor un manojo de llaves oxidadas. ¡Muy bien! Se sienta allí y ni siquiera podemos desmayarnos del estado en el que no encontramos. Entonces ella se levanta y prueba todas las cerraduras de la habitación con las llaves oxidadas, sin que encuentre ninguna que vaya bien; después fija la mirada en el retrato del caballero vestido de verde y con una voz baja y terrible exclama:
«¡El hombre lo sabe!» Después se vuelve a frotar las manos, pasa junto al borde de la cama y sale por la puerta. Nos apresuramos a ponernos la bata, cogemos las pistolas (siempre viajamos con ellas) y la seguimos, pero encontramos la puerta cerrada. Damos la vuelta a la llave, miramos en el pasillo oscuro y no hay nadie. Lo recorremos tratando de encontrar a nuestro criado. No es posible.
Recorremos el pasillo hasta que despunta el día y luego regresamos a nuestra habitación vacía, caemos dormidos y nos despierta nuestro criado (nunca hay nada que le hechice a él) y el sol brillante. ¡Muy bien! Tomamos un desayuno terrible y todos dicen que tenemos un aspecto extraño. Después del desayuno paseamos por la casa con nuestro anfitrión, y le conducimos hasta el retrato del caballero vestido de verde, y entonces se aclara todo.
Se comportó con falsedad con una joven ama de llaves unida en otro tiempo a esta familia, y famosa por su belleza, que se ahogó en un lago y cuyo cuerpo fue descubierto al cabo de mucho tiempo porque los ciervos se negaban a beber el agua. Desde entonces se ha dicho entre susurros que ella atraviesa la casa a medianoche (pero que va especialmente a esa habitación, en donde acostumbraba a dormir el caballero vestido de verde) probando las viejas cerraduras con las llaves oxidadas. ¡Bien! Le contamos a nuestro anfitrión lo que hemos visto, y una sombra cubre sus rasgos tras lo que nos suplica que guardemos silencio; y así se hace. Pero todo es cierto; y lo contamos, antes de morir (ahora estamos muertos) a muchas personas responsables.
Es infinito el número de casas antiguas con galerías resonantes, dormitorios lúgubres y alas encantadas cerradas durante muchos años, por las cuales podemos pasear, con un agradable hormigueo subiéndonos por la espalda y encontrarnos algunos fantasmas, pero quizá sea digno de mención afirmar que se reducen a muy pocos tipos y clases generales; pues los fantasmas tienen poca originalidad y «caminan» por caminos trillados. Sucede, por ejemplo, que en una determinada habitación de un cierto salón antiguo en donde se suicidó un malvado lord, barón, o caballero, hay en el suelo algunas tablas de las que no se puede borrar la sangre.
Raspas y raspas, como el actual dueño ha hecho, o cepillas y cepillas, como hizo su padre, o friegas y friegas, como hizo su abuelo, o quemas y quemas con ácidos fuertes, como hizo el bisabuelo, pero la sangre seguirá estando allí, ni más roja ni más pálida, ni en mayor ni en menor cantidad; siempre igual. En otra de esas casas hay una puerta encantada que nunca se abrirá; u otra que nunca se cerrará; o un sonido de una rueda de hilar, o un martillo, o unos pasos, o un grito, o un suspiro, un galope de caballos o el rechinar de unas cadenas. O hay un reloj que a medianoche da trece campanadas cuando va a morir el cabeza de familia, o un carruaje sombrío, negro e inmóvil que ve siempre en esos momentos alguien que aguardaba cerca de las amplias puertas del patio del establo. O sucede, como en el caso de Lady Mary, que fue a visitar una casa situada en los Highlands escoceses, y como estaba fatigada por su largo viaje se retiró pronto a la cama y a la mañana siguiente dijo con toda inocencia en la mesa del desayuno:
-¡Me resultó muy extraño que celebraran una fiesta a una hora tan tardía anoche en este remoto lugar y no me hablaran de ella antes de que me acostara!
Entonces todos preguntaron a Lady Mary lo que quería decir. Y ésta contestó:
-Bueno, anoche todo el tiempo oí carruajes que daban vueltas y más vueltas alrededor de la terraza, bajo mi ventana.
Entonces el dueño de la casa se puso pálido, lo mismo que su señora, y Charles Macdoodle de Macdoodle hizo señas a Lady Mary de que no dijera más, y todos guardaron silencio. Tras el desayuno, Charles Macdoodle le contó a Lady Mary que según una tradición de la familia era un presagio de muerte que los carruajes dieran vueltas por la terraza. Y así fue, pues dos meses más tarde moría la señora de la casa. Y Lady Mary, que era doncella de honor en la Corte, contó a menudo esta historia a la Reina Charlotte; y es por esto que el viejo rey decía siempre: «¿Cómo, cómo? ¿Qué, qué? ¿Fantasmas, fantasmas? ¡No existen, no existen!» Y no dejaba de decir esa frase hasta que se iba a la cama.
Y ahora bien, un amigo de alguien al que casi todos conocemos, cuando era un joven que estaba cursando estudios tenía un amigo especial con el que había hecho el pacto de que, si era posible que el espíritu retornara a esta tierra después de separarse del cuerpo, aquel de los dos que muriera primero se le aparecería al otro. Nuestro amigo se olvidó de ese pacto con el curso del tiempo; los dos jóvenes habían progresado en la vida, habían tomado caminos divergentes y se habían separado. Pero una noche muchos años después, estando nuestro amigo en el norte de Inglaterra, y quedándose a pasar la noche en una posada de Yorkshire Moors, miró desde la cama hacia fuera; y allí, bajo la luz de la luna, apoyado en un buró cercano a la ventana, y mirándole fijamente, vio a su antiguo compañero de estudios. Cuando éste se dirigió con solemnidad hacia la aparición, ésta respondió en una especie de susurro pero bien audible:
-No te acerques a mí. Estoy muerto. He venido aquí para cumplir mi promesa. ¡Vengo del otro mundo, pero no puedo revelar sus secretos!
En ese momento empezó a volverse más pálido y se fundió, por así decirlo, con la luz de la luna, desapareciendo en ella.
O está el caso de la hija del primer ocupante de lo pintoresca casa isabelina, tan famosa en nuestra vecindad. ¿Ha oído hablar de ella? ¿No? Bueno, la hija salió una noche de verano en el momento del crepúsculo; era una joven muy hermosa, de diecisiete años de edad, y se disponía a coger flores del jardín, pero de pronto llegó corriendo, aterrada, hasta el salón donde estaba su padre, a quien le dijo:
-¡Ay, querido padre, me he encontrado conmigo misma!
Él la cogió en sus brazos y le dijo que todo era una fantasía, pero ella replicó:
-¡Oh, no! Me encontré conmigo en el camino ancho, y yo estaba pálida, y recogía flores marchitas, y giraba la cabeza y las levantaba!
Y aquella noche murió la joven; y se empezó a hacer un cuadro con su historia, pero no se terminó nunca, y dicen que ha estado hasta hoy en algún lugar de la casa, con el rostro vuelto hacia la pared.
O la historia del tío de la esposa de mi hermano, que volvía a casa cabalgando al atardecer de un hermoso día y en una calle arbolada cercana a su casa vio a un hombre de pie ante él en el centro mismo de la estrecha calzada.
«¿Qué hace ese hombre del manto ahí parado?», pensó. «¿Quiere que pase con el caballo por encima de él?»
Pero la figura no se movió. Al verlo tan quieto tuvo una sensación extraña, pero siguió avanzando, aunque aflojando el trote. Cuando estuvo tan cerca que llegó a tocarlo casi con el estribo el caballo se asustó y la figura se deslizó hacia arriba, hasta la acera, de una manera curiosa y nada natural: hacia atrás, sin que pareciera utilizar los pies, hasta que desapareció. El tío de la esposa de mi hermano exclamó:
-¡Por el Dios de los cielos! ¡Si es mi primo Harry, el de Bombay!
Espoleó al caballo, que de pronto se había puesto a sudar profusamente, y extrañándose de tan rara conducta dio la vuelta para dirigirse hacia la fachada de su casa. Cuando llegó allí vio la misma figura, que pasaba en ese momento junto a la alargada ventana francesa de la sala de estar, en la planta baja. Le pasó las bridas a un criado y se dirigió presurosamente hacia la figura. Allí estaba sentada su hermana, a solas.
- Alice, ¿dónde está mi primo Harry?
-¿Tu primo Harry, John?
-Sí, el de Bombay. Acabo de encontrarme con él ahora en la avenida, y le vi entrar aquí hace un instante.
Pero nadie había visto a nadie y tal como después se supo, en ese mismo instante moría en India aquel primo.
O está la historia de esa sensible y anciana dama soltera que murió a los noventa y nueve años de edad manteniendo sus facultades hasta el último momento y vio realmente al chico huérfano. Es una historia que a menudo se ha contado incorrectamente, pero de la que la verdad auténtica es ésta, lo sé porque en realidad es una historia de nuestra familia, y ella era amiga de la casa. Cuando tenía unos cuarenta años de edad, y seguía poseyendo una hermosura poco común (su amado murió joven, razón por la cual ella nunca se casó, a pesar de tener numerosas ofertas), fijó su residencia en un lugar de Kent, que su hermano, un comerciante con India, había comprado recientemente.
Se contaba la historia de que en otro tiempo aquel lugar estuvo a cargo del tutor de un joven, que ese tutor sería el segundo heredero y que mató al muchacho con su tratamiento duro y cruel. Ella nada sabía de tales cosas. Se ha dicho que en el dormitorio de ella había una jaula en la que el tutor solía encerrar al muchacho. Es falso. Sólo había un gabinete. Ella se acostó, no hizo llamada alguna durante la noche, pero por la mañana le dijo con toda tranquilidad a la doncella cuando ésta entró:
-¿Quién es ese guapo mocito de aspecto abandonado que estuvo mirando hacia fuera desde el gabinete toda la noche?
La doncella contestó lanzando un fuerte grito y echando a correr al instante. La dama se sorprendió de aquello, pero era una mujer de notable fuerza mental, por lo que se vistió ella sola, bajó las escaleras y acudió a reunirse con su hermano:
-Walter, toda la noche me ha estado inquietando un guapo mocito de aspecto abandonado que constantemente miraba hacia fuera desde el gabinete que hay en mi habitación, y que no puedo abrir. Ahí debe haber algún truco.
-Me temo que no, Charlotte -contestó el hermano-, pues es la leyenda de la casa. Es el huérfano. ¿Qué es lo que hizo?
-Abrió la puerta con suavidad y miró hacia fuera. A veces penetraba uno o dos pasos en la habitación. Entonces yo le llamaba, para animarle, y él se encogía, se estremecía y volvía a meterse de nuevo, cerrando la puerta.
-Charlotte, el gabinete no tiene comunicación con ninguna otra parte de la casa, y está cerrado con clavos.
Aquello era indudablemente cierto y dos carpinteros necesitaron una mañana entera para abrir la puerta y poder examinar el gabinete. Sólo entonces Charlotte quedó convencida de que había visto al huérfano.
Pero lo terrible de la historia es que fue visto sucesivamente por tres de los hijos de su hermano, todos los cuales murieron jóvenes. En cada ocasión, el niño enfermaba, regresaba a casa con fiebre, doce horas antes de la muerte, y le decía a su madre que había estado jugando bajo un cierto roble que había en un prado con un chico extraño, un chico de buen aspecto, pero que parecía abandonado, que era muy tímido y le hacía señas. A partir de esa experiencia fatal los padres llegaron a saber que se trataba del huérfano, y que el destino del niño al que había elegido como compañero de juegos estaba seguramente fijado.
Fiodor Dostoyevski
Hace un par de días asistí a una boda… Pero no… Antes he de contarles algo relativo a una fiesta de Navidad. Una boda es, ya de por sí, cosa linda, y
aquella de marras me gustó mucho… Pero el otro acontecimiento me impresionó más todavía. Al asistir a aquella boda, hube de acordarme de la fiesta de
Navidad. Pero voy a contarles lo que allí sucedió.
Hará unos cinco años, cierto día entre Navidad y Año Nuevo, recibí una invitación para un baile infantil que había de celebrarse en casa de una
respetable familia amiga mía. El dueño de la casa era un personaje influyente que estaba muy bien relacionado; tenía un gran círculo de amistades,
desempeñaba un gran papel en sociedad y solía urdir todos los enredos posibles; de suerte que podía suponerse, desde luego, que aquel baile de niños
sólo era un pretexto para que las personas mayores, especialmente los señores papás, pudieran reunirse de un modo completamente inocente en mayor
número que de costumbre y aprovechar aquella ocasión para hablar, como casualmente, de toda clase de acontecimientos y cosas notables. Pero como a
mí las referidas cosas y acontecimientos no me interesaban lo más mínimo, y como entre los presentes apenas si tenía algún conocido, me pasé toda la
velada entre la gente, sin que nadie me molestara, abandonado por completo a mí mismo.
Otro tanto hubo de sucederle a otro caballero, que, según me pareció, no se distinguía ni por su posición social, ni por su apellido, y, a semejanza mía,
sólo por pura causalidad se encontraba en aquel baile infantil… Inmediatamente hubo de llamarme la atención. Su aspecto exterior impresionaba bien: era
de gran estatura, delgado, sumamente serio e iba muy bien vestido. Se advertía de inmediato que no era amigo de distracciones ni de pláticas frívolas.
Al instalarse en un rinconcito tranquilo, su semblante, cuyas negras cejas se fruncieron, asumió una expresión dura, casi sombría. Saltaba a la vista
que, quitando al dueño de la casa, no conocía a ninguno de los presentes. Y tampoco era difícil adivinar que aquella fiestecita lo aburría hasta la
náusea, aunque, a pesar de ello, mostró hasta el final el aspecto de un hombre feliz que pasa agradablemente el tiempo. Después supe que procedía
de la provincia y sólo por una temporada había venido a Petersburgo, donde debía de fallarse al día siguiente un pleito, enrevesado, del que
dependía todo su porvenir. Se le había presentado con una carta de recomendación a nuestro amigo el dueño de la casa, por lo que aquél cortésmente
lo había invitado a la velada: pero, según parecía, no contaba lo más mínimo con que el dueño de la casa se tomase por él la más ligera molestia.
Y como allí no se jugaba a las cartas y nadie le ofrecía un cigarro ni se dignaba dirigirle la palabra -probablemente conocían ya de lejos al pájaro
por la pluma-, se vio obligado nuestro hombre, para dar algún entretenimiento a sus manos, a estar toda la noche mesándose las patillas. Tenía,
verdaderamente, unas patillas muy hermosas; pero, así y todo, se las acariciaba demasiado, dando a entender que primero habían sido creadas aquellas
patillas, y luego le habían añadido el hombre, con el solo objeto de que les prodigase sus caricias.
Además de aquel caballero que no se preocupaba lo más mínimo por aquella fiesta de los cinco chicos pequeñines y regordetes del anfitrión, hubo de
chocarme también otro individuo. Pero éste mostraba un porte totalmente distinto: ¡era todo un personaje!
Se llamaba Yulián Mastakóvich. A la primera mirada se comprendía que era un huésped de honor y se hallaba, respecto al dueño de la casa, en la misma
relación, aproximadamente, en que respecto a éste se encontraba el forastero desconocido. El dueño de la casa y su señora se desvivían por decirle
palabras lisonjeras, le hacían lo que se dice la corte, lo presentaban a todos sus invitados, pero sin presentárselo a ninguno. Según pude observar, el
dueño de la casa mostró en sus ojos el brillo de una lagrimita de emoción cuando Yulián Mastakóvich, elogiando la fiesta, le aseguró que rara vez había
pasado un rato tan agradable. Yo, por lo general, suelo sentir un malestar extraño en presencia de hombres tan importantes; así que, luego de recrear
suficientemente mis ojos en la contemplación de los niños, me retiré a un pequeño boudoir, en el que, por casualidad, no había nadie, y allí me instalé
en el florido parterre de la dueña de la casa, que cogía casi todo el aposento.
Los niños eran todos increíblemente simpáticos e ingenuos y verdaderamente infantiles, y en modo alguno pretendían dárselas de mayores, pese a todas las
exhortaciones de ayas y madres. Habían literalmente saqueado todo el árbol de Navidad hasta la última rama, y también tuvieron tiempo de romper la mitad
de los juguetes, aun antes de haber puesto en claro para quién estaba destinado cada uno. Un chiquillo de aquellos de negros ojos y rizos negros, hubode
llamarme la atención de un modo particular: estaba empeñado en dispararme un tiro, pues le había tocado una pistola de madera. Pero la que más
llamaba la atención de los huéspedes era su hermanita. Tendría ésta unos once años, era delicada y pálida, con unos ojazos grandes y pensativos.
Los demás niños debían de haberla ofendido por algún concepto, pues se vino al cuarto donde yo me encontraba, se sentó en un rincón y se puso a jugar
con su muñeca. Los convidados se señalaban unos a otros con mucho respeto a un opulento comerciante, el padre de la niña, y no faltó quién en voz
baja hiciese observar que ya tenía apartados para la dote de la pequeña sus buenos trescientos mil rublos en dinero contante y sonante. Yo, involuntariamente,
dirigí la vista hacia el grupo que tan interesante conversación sostenía, y mi mirada fue a dar en Yulián Mastakóvich, que, con las manos cruzadas a la
espalda y un poco ladeada la cabeza, parecía escuchar muy atentamente el insulso diálogo. Al mismo tiempo hube de admirar no poco la sabiduría del dueño
de la casa, que había sabido acreditarla en la distribución de los regalos. A la muchacha que poseía ya trescientos mil rublos le había correspondido
la muñeca más bonita y más cara. Y el valor de los demás regalos iba bajando gradualmente, según la categoría de los respectivos padres de los chicos.
Al último niño, un chiquillo de unos diez años, delgadito, pelirrojo y con pecas, sólo le tocó un libro que contenía historias instructivas y trataba de
la grandeza del mundo natural, de las lágrimas de la emoción y demás cosas por el estilo: un árido libraco, sin una estampa ni un adorno.
Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a los niños del anfitrión, y a la que llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal chico un niño tímido,
pusilánime. Vestía una blusilla rusa de nanquín barato. Después de recoger su libro, anduvo largo rato huroneando en torno a los juguetes de los demás
niños; se le notaban unas ganas terribles de jugar con ellos; pero no se atrevía; era claro que ya comprendía muy bien su posición social. Yo contemplaba
complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de un interés extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me chocaba que aquel
pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los valiosos juguetes de los otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que seguramente
habría deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo de decidirse a una lisonja. Se sonrió y trató de hacerse simpático a los demás: le dio su manzana
a una nena mofletuda, que ya tenía todo un bolso de golosinas, y llegó hasta el punto de decidirse a llevar a uno de los chicos a cuestas, todo con tal
de que no lo excluyesen del teatro. Pero en el mismo instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de inspector, y lo echó a empujones y
codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida apareció también el aya, su madre, y le dijo que no molestase a los demás. Entonces se vino el
chico al cuarto donde estaba la nena. Ella lo recibió con cariño, y ambos se pusieron, con mucha aplicación, a vestir a la muñeca.
Yo llevaba ya sentado media horita en el parterre, y casi me había adormilado, arrullado inconscientemente por el parloteo infantil del chico pelirrojo
y la futura belleza con dote de trescientos mil rublos, cuando de repente hizo irrupción en la estancia Yulián Mastakóvich. Aprovechó la ocasión de
haberse suscitado una gran disputa entre los niños del salón para desaparecer de allí sin ser notado. Hacía unos minutos nada más lo había visto yo al
lado del opulento comerciante, padre de la pequeña, en vivo coloquio, y, por alguna que otra palabra suelta que cogiera al vuelo, adiviné que estaba
ensalzando las ventajas de un empleo con relación a otro. Ahora estaba pensativo, en pie, junto al parterre, sin verme a mí, y parecía meditar algo.
“Trescientos…, trescientos… -murmuraba-. Once…. doce…, trece…, dieciséis… ¡Cinco años! Supongamos al cuatro por ciento… Doce por cinco… Sesenta. Bueno;
pongamos, en total, al cabo de cinco años… Cuatrocientos. Eso es… Pero él no se ha de contentar con el cuatro por ciento, el muy perro. Lo menos querrá
un ocho y hasta un diez. ¡Bah! Pongamos… quinientos mil… ¡Hum! Medio millón de rublos. Esto es ya mejor… Bueno…; y luego, encima, los impuestos… ¡Hum!”
Su resolución era firme. Se escombró, y se disponía ya a salir de la habitación, cuando, de pronto, hubo de reparar en la pequeña. que estaba con su muñeca
en un rincón, junto al niñito pobre, y se quedó parado. A mí no me vio, escondido, como estaba, detrás del denso follaje. Según me pareció, estaba muy excitado.
Difícil sería, no obstante, precisar si su emoción era debida a la cuenta que acababa de echar o a alguna otra causa, pues se frotó sonriendo las manos, y parecía
como si no pudiese estarse quieto. Su excitación fue creciendo hasta un extremo incomprensible, al dirigir una segunda y resuelta mirada a la rica heredera.
Quiso avanzar un paso; pero volvió a detenerse y miró con mucho cuidado en torno suyo. Luego se aproximó de puntillas, como consciente de una culpa, lentamente y
sin hacer ruido, a la pequeña. Como ésta se hallaba detrás del chico, se inclinó el hombre y le dio un beso en su cabecita. La pequeña lanzó un grito, asustada, pues no había advertido hasta entonces su presencia.
-¿Qué haces aquí, hija mía? -le preguntó por lo bajo, miró en torno suyo y le dio luego una palmadita en las mejillas.
-Estamos jugando…
-¡Ah! ¿Con éste? -y Yulián Mastakóvich lanzó una mirada al pequeño-. Mira, niño: mejor estarías en la sala -le dijo.
El chico no replicó, y se le quedó mirando fijo. Yulián Mastakóvich volvió a echar una rápida ojeada en torno suyo, y de nuevo se inclinó hacia la pequeña.
-¿Qué es esto, niña? ¿Una muñeca? -le preguntó.
-Sí, una muñequita… -repuso la nena algo forzada, y frunció levemente el ceño.
-Una muñeca… Pero ¿sabes tú, hija mía, de qué se hacen las muñecas?
-No… -respondió la niña en un murmullo, y volvió a bajar la cabeza.
-Bueno; pues mira: las hacen de trapos viejos, corazón. Pero tú estarías mejor en la sala, con los demás niños -y Yulián Mastakóvich, al decir esto,
dirigió una severa mirada al pequeño. Pero éste y la niña fruncieron la frente y se apretaron más el uno contra el otro. Por lo visto, no querían
separarse.
-¿Y sabes tú también para qué te han regalado esta muñeca? -tornó a preguntar Yulián Mastakóvich, que cada vez ponía en su voz más mimo.
-No.
-Pues para que seas buena y cariñosa.
Al decir esto, tornó Yulián Mastakóvich a mirar hacia la puerta, y luego le preguntó a la niña con voz apenas perceptible, trémula de emoción e impaciencia:
-Pero ¿me querrás tú también a mí si les hago una visita a tus padres? Al hablar así, intentó Yulián Mastakóvich darle otro beso a la pequeña; pero al
ver el niño que su amiguita estaba ya a punto de romper en llanto, se apretujó contra su cuerpecito, lleno de súbita congoja, y por pura compasión y
cariño rompió a llorar alto con ella. Yulián Mastakóvich se puso furioso.
-¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí -le dijo con muy mal genio al chico-. ¡Vete a la sala! ¡Anda a reunirte con los demás niños!
-¡No, no, no! ¡No quiero que se vaya! ¿Por qué tiene que irse? ¡Usted es quien debe irse! -clamó la nena-. ¡Él se quedará aquí! ¡Déjele usted estar! -añadió casi llorando.
En aquel instante sonaron voces altas junto a la puerta y Yulián Mastakóvich irguió el busto imponente. Pero el niño se asustó todavía más que Yulián Mastakóvich; soltó
a la amiguita y se escurrió, sin ser visto, a lo largo de las paredes, en el comedor. También al comedor se trasladó Yulián Mastakóvich, cual si nada
hubiera pasado. Tenía el rostro como la grana, y como al pasar ante un espejo se mirase en él, pareció asombrarse él mismo de su aspecto. Quizá lo
contrariase haberse excitado tanto y hablado de manera tan destemplada. Por lo visto, sus cálculos lo habían absorbido y entusiasmado de tal modo,
que a pesar de toda su dignidad y astucia, procedió como un verdadero chiquillo, y en seguida, sin pararse a reflexionar, empezaba a atacar su objetivo.
Yo lo seguí al otro cuarto…, y en verdad que fue un raro espectáculo el que allí presencié. Pues vi nada menos que a Yulián Mastakóvich, el digno y
respetable Yulián Mastakóvich, hostigar al pequeño, que cada vez retrocedía más ante él y, de puro asustado, no sabía ya dónde meterse.
-¡Vamos, largo de aquí! ¿Qué haces aquí, holgazán? ¡Anda, vete! Has venido aquí a robar fruta, ¿verdad? Habrás robado alguna, ¿eh? ¡Pues lárgate en
seguidita, que ya verás, si no, cómo te arreglo yo a ti!
El muchacho, azorado, se resolvió, finalmente, a adoptar un medio desesperado de salvación: se metió debajo de la mesa. Pero al ver aquello se puso
todavía más furioso su perseguidor. Lleno de ira, tiró del largo mantel de batista que cubría la mesa, con objeto de sacar de allí al chico. Pero éste
se estuvo quietecito, muertecito de miedo, y no se movió. Debo hacer notar que Yulián Mastakóvich era algo corpulento. Era lo que se dice un tipo gordo,
con los mofletes colorados, una ligera tripa, rechoncho y con las pantorrillas gordas…; en una palabra: un tipo forzudo, que todo lo tenía redondito
como la nuez. Gotas de sudor le corrían ya por la frente; respiraba jadeando y casi con estertor. La sangre, de estar agachado, se le subía, roja y
caliente, a la cabeza. Estaba rabioso, de puro grande que eran su enojo o, ¿quién sabe?, sus celos. Yo me eché a reír alto. Yulián Mastakóvich se
volvió como un relámpago hacia mí, y, no obstante su alta posición social, su influencia y sus años, se quedó enteramente confuso. En aquel instante
entró por la puerta frontera el dueño de la casa. El chico se salió de debajo de la mesa y se sacudió el polvo de las rodillas y los codos. Yulián Mastakóvich
recobró la serenidad, se llevó rápidamente el mantel, que aún tenía cogido de un pico, a la nariz, y se sonó.
El dueño de la casa nos miró a los tres sorprendido; pero, a fuer de hombre listo que toma la vida en serio, supo aprovechar la ocasión de poder hablar a
solas con su huésped.
-¡Ah! Mire usted: éste es el muchacho en cuyo favor tuve la honra de interesarle… -empezó, señalando al pequeño.
-¡Ah! -replicó Yulián Mastakóvich, que seguía sin ponerse a la altura de la situación.
-Es el hijo del aya de mis hijos -continuó explicativo el dueño de la casa, y en tono comprometedor-, una pobre mujer. Es viuda de un honorable funcionario.
¿No habría medio, Yulián Mastakóvich…?
-¡Ah! Lo había olvidado. ¡No, no! -lo interrumpió éste presuroso-. No me lo tome usted a mal, mi querido Filipp Aleksiéyevich; pero es de todo punto imposible. Me he
informado bien; no hay, actualmente, ninguna vacante, y aun cuando la hubiese, siempre tendría éste por delante diez candidatos con mayor derecho… Lo siento mucho,
créame; pero…
-¡Lástima! -dijo pensativo el dueño de la casa-. Es un chico muy juicioso y modesto…
-Pues a mí, por lo que he podido ver, me parece un tunante -observó Yulián Mastakóvich con forzada sonrisa-. ¡Anda! ¿Qué haces aquí? ¡Vete con tus
compañeros! -le dijo al muchacho, encarándose con él.
Luego no pudo, por lo visto, resistir la tentación de lanzarme a mí también una mirada terrible. Pero yo, lejos de intimidarme, me reí claramente en su
cara. Yulián Mastakóvich la volvió inmediatamente a otro lado y le preguntó de un modo muy perceptible al dueño de la casa quién era aquel joven tan
raro. Ambos se pusieron a cuchichear y salieron del aposento. Yo pude ver aún, por el resquicio de la puerta, cómo Yulián Mastakóvich, que escuchaba
con mucha atención al dueño de la casa, movía la cabeza admirado y receloso.
Después de haberme reído lo bastante, yo también me trasladé al salón. Allí estaba ahora el personaje influyente, rodeado de padres y madres de familia
y de los dueños de la casa, y hablaba en tono muy animado con una señora que acababan de presentarle. La señora tenía cogida de la mano a la pequeña que
Yulián Mastakóvich besara hacía diez minutos. Ponderaba el hombre a. la niña, poniéndola en el séptimo cielo; ensalzaba su hermosura, su gracia, su
buena educación, y la madre lo oía casi con lágrimas en los ojos. Los labios del padre sonreían. El dueño de la casa participaba con visible complacencia
en el júbilo general. Los demás invitados también daban muestras de grata emoción, e incluso habían interrumpido los juegos de los niños para que éstos
no molestasen con su algarabía. Todo el aire estaba lleno de exaltación. Luego pude oír yo cómo la madre de la niña, profundamente conmovida, con
rebuscadas frases de cortesía, rogaba a Yulián Mastakóvich que le hiciese el honor especial de visitar su casa, y pude oír también cómo Yulián Mastakóvich,
sinceramente encantado, prometía corresponder sin falta a la amable invitación, y cómo los circunstantes, al dispersarse por todos lados, según lo
pedía el uso social, se deshacían en conmovidos elogios, poniendo por las nubes al comerciante, su mujer y su nena, pero sobre todo a Yulián Mastakóvich.
-¿Es casado ese señor? -pregunté yo alto a un amigo mío, que estaba al lado de Yulián Mastakóvich.
Yulián Mastakóvich me lanzó una mirada colérica, que reflejaba exactamente sus sentimientos.
-No -me respondió mi amigo, visiblemente contrariado por mi intempestiva pregunta, que yo, con toda intención, le hiciera en voz alta.
***
Hace un par de días hube de pasar por delante de la iglesia de ***. La muchedumbre que se apiñaba en el balcón, y sus ricos atavíos, hubieron de llamarme
la atención. La gente hablaba de una boda. Era un nublado día de otoño, y empezaba a helar. Yo entré en la iglesia, confundido entre el gentío, y miré a
ver quién fuese el novio. Era un tío bajo y rechoncho, con tripa y muchas condecoraciones en el pecho. Andaba muy ocupado, de acá para allá, dando
órdenes, y parecía muy excitado. Por último, se produjo en la puerta un gran revuelo; acababa de llegar la novia. Yo me abrí paso entre la multitud
y pude ver una beldad maravillosa, para la que apenas despuntara aún la primera primavera. Pero estaba pálida y triste. Sus ojos miraban distraídos.
Hasta me pareció que las lágrimas vertidas habían ribeteado aquellos ojos. La severa hermosura de sus facciones prestaba a toda su figura cierta
dignidad y solemnidad altivas. Y, no obstante, a través de esa seriedad y dignidad y de esa melancolía, resplandecía el alma inocente, inmaculada,
de la infancia, y se delataba en ella algo indeciblemente inexperto, inconsciente, infantil, que, según parecía, sin decir palabra, tácitamente,
imploraba piedad.
Se decía entre la gente que la novia apenas si tendría dieciséis años. Yo miré con más atención al novio, y de pronto reconocí al propio Yulián Mastakóvich,
al que hacía cinco años que no volviera a ver. Y miré también a la novia. ¡Santo Dios! Me abrí paso entre el gentío en dirección a la salida, con el
deseo de verme cuanto antes lejos de allí. Entre la gente se decía que la novia era rica en dinero contante y sonante y que poseía medio millón de
rublos, más una renta por valor de tanto y cuanto…
“¡Le salió bien la cuenta”, pensé yo, y me salí a la calle.