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Las Leyendas, son narraciones orales o escritas, en prosa o verso, con una gran proporción de elementos fantásticos e imaginativos.
La trasmisión, se efectúa habitualmente de generación en generación, casi siempre de forma oral, y con frecuencia experimenta supresiones, añadidos o modificaciones.


Leyendas

Gustavo Adolfo Becquer
Gustavo Adolfo Bécquer
- Rimas y Leyendas
- Historia de los Templos de España.
- Cartas desde mi celda.
Becquer,vestido de romantico
 Caballeros de las Leyendas de Becquer

EL CRISTO DE LA CALAVERA de Gustavo Adolfo Bécquer


I

EL REY DE CASTILLA MARCHABA A LA GUERRA DE MOROS, y para combatir con los enemigos había apelado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las calles de Toledo resonaban con el marcial rumor de atabales y clarines, y no pasaba ahora sin que se oyese el grito de los centinelas, anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército.
El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera discurría en medio de fiestas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta que, llegada al fin la víspera del día señalado por su alteza para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, en el que debieran terminar los regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras, y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abirragada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, quienes, estos aderezando sus corceles y sus armas; aquellos saludando con gritos y blasfemias las vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra, que entonaba un juglar acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero conchas y cruces del Sepulcro de Santiago, o riendo a carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente acaecidos, formaban un atronador conjunto imposible de pintar con palabras.
Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor, de martillos que golpeaban los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados notas destempladas, juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música del sarao.
Este, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía a su vez un cuadro deslumbrador y magnífico.
Por las extensas galerías que se prolongaban formando un laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado, con mil colores diversos, escenas de amor, de caza y de guerra y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz lámparas y candelabros de bronce, plata y oro, por todas partes a donde se volvían los ojos, se veía oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de filigrana y estoques de corte bruñidos, delgados y ligeros.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales que rodeaban el estrado real, llamaba la atención, por su belleza incomparable, una mujer aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de la época, cuyos colores habían adoptado por emblema los caballeros más valientes, cuyos encantos eran asunto de las coplas de los trovadores; a la que suspiraban en secreto todos los corazones, alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella noche.
Los que asistían a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de aquella hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste, animado con una sonrisa que había creído adivinar en sus labios; aquel, con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos que más se distinguían por su asiduidad y que al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados hacia su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo el uno, y el otro Lope de Sandoval.
Ambos habían nacido en Toledo: juntos habían hecho sus armas, y en un mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó algún tiempo cedido y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discursos.
En los torneos, en los juegos florales, siempre que se les había presentado coyuntura para rivalizaren gallardía o donaire, la habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos por un mismo afán, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases ingeniosas y epigramas embozados y agudos.
Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de ambos galanes, reían, y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa, objeto de aquel torneo de palabras, aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que, ora salían de labios, de sus oradores como una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor propio.
Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse cada vez más crudo. Las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos, imposibles de ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.
La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se sostenían los dos enamorados. Tal vez con intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación.
Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda, y cayó en la alfombra. Al verlo caer, todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su galantería.
Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una imperceptible sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los galanes, que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera. En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies; ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse cada cual le tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada, y decididos ambos a no abandonar el guante que acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, que presentían una escena borrascosa, que en el alcázar y en presencia del rey sería un horrible desacato.
No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose, con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso, que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre.
Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto: la gente comenzaba a agruparse en torno de los actores de la escena: doña Inés, o aturdida ó complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como buscando donde refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura: los dos jóvenes habían ya cambiado algunas palabras en voz sorda, y mientras con la una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los espectadores y apareció el rey.
Su frente estaba serena: ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.
Tendió una mirada alrededor, y su mirada fue bastante para conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como movidos por un resorte, se abrieron sin dificultad al sentir el contacto de la del monarca y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que, apoyada en el brazo de una dueña, parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:
–Tomad, señora, y cuidad de no dejarle caer en otra ocasión, donde, al devolvérosle, os lo devuelvan manchado de sangre.
Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.
Alonso y Lope, mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa. Una mirada equivalente a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, a un desafío a muerte.

II

Al llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de la plebe que aguardaban con impaciencia este momento, formando grupos y corrillos en las avenidas del palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta de alcázar, los miradores y el Zocodover.
Durante una o dos horas, en calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento indescriptible. Por todas partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas de ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud, que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados miraban con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabuloso.
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas del palacio dejaron de brillar; atravesó por entre los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela de algún curioso que se retiraba el último, o el ruido que producían las aldabas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después de tender la vista por todos lados como buscando a alguien que debía esperarle, descendió lentamente hasta la cuesta del alcázar por la que se dirigió hacia el Zocodover.
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura, no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz; no obstante allá, a lo lejos, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el busto de un hombre: era, sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia.
El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse al Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas hora. El que saliendo de entre las sombra de los arcos que rodean la plaza vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron reunido, cambiaron algunas frases en voz baja.
- Presumí que me aguardabas - dijo el uno.
- Esperaba que lo presumirías- contestó el otro.
- Y ¿adónde iremos?
- A cualquiera parte en que se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.
Terminado este brevísimo diálogo los dos jóvenes se internaron por una de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en el seno de las sombras.
Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.
Prosiguieron, pues, al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno de la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa.
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbra en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.
Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo, y apresurando el paso en su dirección no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de hiedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar respetuosamente la imagen de Cristo, quitándose los birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a tierra sus mantos y, dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocados los aceros y antes que los combatientes hubiesen podido dar un solo golpe, la luz se apagó de repente y la calle se quedó sumida en la oscuridad más profunda. Al verse rodeados de repentinas nieblas, los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron al suelo las puntas de sus espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al suspenderse la pelea.
- Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar- exclamó Carrillo volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.
Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.
- En verdad que esto es extraño- murmuró Lope mirando al farolillo, que espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies de Cristo.
-¡Bah! -dijo Alonso-. Será que la beata encargada de cuidar del farolillo se roba el aceite, por lo cual la luz, próxima a morir, luce y se oscurece a intervalos.
- Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su contrario le imitó pero esta vez, no tan solo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que al mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse pero al oírla, ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.
La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.
-¡Ah! exclamó Lope al ver a su contrario que antes fuera su mejor amigo, asombrado como él, pálido e inmóvil; Dios no quiere permitir este combate, porque es lucha fratricida y ofende al cielo, ante el cual nos hemos jurado cien veces amistad eterna. Y esto diciendo se arrojo en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles.
Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras de amistad y cariño, Alonso exclamó:
- Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas.
Puesto que un duelo entre nosotros es imposible, encomendemos nuestra suerte en sus manos. Que ella decida cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz.
Su decisión será respetada por ambos, y el que no merezca sus favores mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a buscar consuelo en la guerra.
- Pues tú lo quieres, sea- contestó Lope.
Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aún restos, habitaba doña Inés de Tordesillas.
Estaba por aclarar y como algunos parientes de doña Inés, sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército, no era imposible que en las primeras horas de las mañanas pudiesen entrar en su palacio.
Animados con esta esperanza llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar a aquel punto, un ruido particular llamó su atención, y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre las sombras de los altos machones que flanquean los muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta el suelo con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca, doña Inés sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas frases de despedida con su misterioso galán.
El primer movimiento de los dos jóvenes fue echar manos a sus espadas, pero deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza.
Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas que se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio.
Al día siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban a la guerra de moros, teniendo a su lado a las damas más principales de Toledo. Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con diversa expresión que la de costumbre. Diríase que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.
Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar a entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes armaduras, y envueltos en una nube de polvo, los pendones reunidos de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que al saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente, y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.




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