Juan Valera y Alcalá-Galiano (Cabra (Córdoba), 18 de octubre de 1824 - Madrid, 18 de abril de 1905) Su importancia se le debe a las novelas; la primera de ellas es Pepita Jiménez (1874), escrita en su mayor parte en forma de carta. En esta obra, se narra la historia de una viuda que se pone de acuerdo con el padre de un seminarista para alejarlo de su falsa vocación. Otras obras importantes son Doña Luz (abordando cuestiones de vocación religiosa) y Juanita la Larga. Esta segunda novela cuenta el idilio de don Paco, un cincuentón, y de la protagonista, que desea redimirse de él por un honrado matrimonio. Juan Valera fue liberal político y escéptico en cuanto a la religión. Empleó un lenguaje literario sencillo, aunque no vulgar. Al morir, los escritores de la Generación del 98 le guardaron un profundo respeto. Hoy se le considera por gran parte de la crítica como el mejor prosista del siglo XIX, pese a reconocer la superioridad creadora de Galdós.
Cuentos de Juan Valera
Juan Valera
I
En las fértiles orillas del azul y caudaloso Danubio, no muy lejos de la gran ciudad de Viena, vivía, hace ya cerca de medio siglo, la Condesa viuda de Liebestein, nobilísima y fecundísima señora. Al morir el Conde, su marido, le había dejado en herencia muchos pergaminos, poquísimo dinero, escasas rentas, abundantes deudas, y once hijos, entre varones y hembras, el mayor de dieciocho años. La Condesa, con admirable economía, fue poco a poco pagando todas las deudas del Conde, y halló además recursos para dar carrera a sus hijos varones, que fueron militares, unos al servicio de Prusia, otros al de Austria, y otros al de Baviera. Casó además con caballeros de su clase, que todos eran Condes, y el que menos tenía dieciséis cuarteles, a cuatro de sus hijas, condesas también desde su nacimiento. Conseguido tan difícil triunfo, la Condesa viuda vivía tranquila y retirada en el castillo o mansión señorial que le había dejado en usufructo y de por vida su difunto esposo.
Las hijas, casadas, se habían ido con sus respectivos consortes. Los hijos, militares, andaban por los campamentos, o de guarnición, o asistiendo y sirviendo en distintas residencias imperiales y regias.
La Condesa se hubiera quedado sola con su servidumbre, si el cielo no hubiera dispuesto que el más alegre y entendido de sus hijos, cuando apenas tenía doce años, hiciese la travesura de montar en un potro cerril, que se despeñó y rodó con él por un barranco, dejándole lisiado para siempre, y tan cojo, que difícilmente podía salir de casa, a no tomar muletas, en vez de tomar las armas. El conde Enrique vivía en el castillo; acompañaba a su madre, y, pensador y estudioso, se iba haciendo gran sabio y leía mucho, porque en el castillo daba pábulo a su afición una copiosa y escogida biblioteca, fundada hacía siglos por sus antepasados y acrecentada de continuo.
No pequeña parte del castillo estaba muy cómoda, elegante y hasta ricamente amueblada aún, gracias al esmero cuidadoso de la Condesa viuda. Tapices flamencos cubrían las paredes de dos amplios salones. Los antiguos muebles se hallaban en perfecto estado de conservación. En las alcobas había camas de roble primorosamente esculpido y con colgaduras de damasco. Varios retratos de familia, de pomposas damas y de caballeros armados, prestaban autoridad a las habitaciones y les ponían muy aristocrático sello. Durante los fríos y las nieves invernales se estaba allí muy a gusto, gracias a enormes chimeneas donde podían arder troncos enteros de encina y a colosales estufas de loza vidriada que había también en no pocos cuartos. Pero el edificio era vastísimo, y proporcionalmente era pequeña la porción de él que se conservaba amueblada y habitada. Largas y desiertas galerías, salas sin muebles, pasadizos misteriosos y estrechas y torcidas escaleras que bajaban a los profundos sótanos o subían hasta lo más alto de las torres, prestaban al conjunto del edificio muy medroso aspecto y a la imaginación fértil y extenso espacio donde crear fantasmas y sobrenaturales prodigios.
Acostumbrada y encariñada la Condesa viuda con su antigua vivienda, nada, sin embargo, temía. Al contrario, tal vez se hubiera complacido ella en ver con los ojos de su cuerpo mortal y en hablar y en oír hablar a varias almas en pena de los progenitores de su marido, las cuales almas, según afirmaba el vulgo, solían aparecerse durante la noche, y andaban vagando por los más recónditos camaranchones y obscuros escondrijos de aquel laberinto arquitectónico.
Tampoco el conde Enrique, algo descreído y volteriano, tenía miedo de lo sobrenatural. Casi sobrenatural se consideraba él mismo. Vivía artificialmente, merced a un severo régimen y a la atinadísima ciencia de su médico. En su primera mocedad, y, a pesar de su cojera, había gozado de mejor salud relativa, y había podido pasar largas temporadas en Viena, asistiendo a las aulas y dedicándose al estudio. Empeoró después su salud y se encerró tan obstinadamente en el castillo, que nunca salía de él y acompañaba siempre a su madre. Por su carácter era un ángel, y por su facha, a no ser tan bondadoso, hubiera parecido un demonio, aunque por lo feo y pequeñuelo no dejaba de parecer un duende.
El ser que iluminaba el castillo con esplendores de poética hermosura, era la gentil Poldy, única hija de la Condesa viuda que permanecía soltera, aunque frisaba ya en los veintiocho años.
Como era muy distraída y muy corta de vista, y tenía, si es lícito valernos de una expresión gráfica aunque harto vulgar, grandes humos aristocráticos, apenas había tratado ni fijado siquiera la mirada en individuo alguno de la humanidad circunstante, como no tuviese por lo menos dieciséis cuarteles de nobleza. A los criados, a los campesinos y a los desvalidos y pobres, sí los miraba, pero los miraba para protegerlos y ampararlos hasta donde alcanzaban sus medios y recursos. Lo que es de igual a igual, la condesa Poldy no trataba a nadie, ni fijaba su atención en nadie como no fuera de su clase. Para excitar su caridad, para pedir consejo o auxilio, toda criatura humana, por miserable y desvalida que fuese, podía llegar hasta ella, segura de que ella le tendería sin repugnancia sus blancas y piadosas manos, como las de Santa Isabel, reina de Hungría, sobre la inmunda cabeza del tiñoso; pero, si Poldy había de recibir a una persona en su estrado y conversar familiarmente con ella, esta persona necesitaba contar, entre sus ascendientes, héroes y príncipes, y ser además por sí atildado, culto y perfecto dechado de cortesía, de discreción, y de otras mil raras prendas.
Alguien calificará tal vez a esta señorita de engreída, fastidiosa y hasta inaguantable. Yo ni la defiendo ni la injurio. La pinto como ella fue, sin quitar ni poner nada. Su orgullo, a la verdad, aunque es falta que no merece disculpa, no carecía de fundamento, porque, sobre ser Poldy de nobilísima estirpe y contar entre sus ascendientes a un héroe que peleó en Legnano, al lado de Federico Barba-roja, contra el ejército de la liga lombarda, y a otro que estuvo de cruzado en Palestina, con el impío Emperador Federico II, era ella de por sí hermosa y discreta y de tan fino temple de carácter y de tales bríos, que parecía una reina y avasallaba todas las voluntades.
Habían bastado sus breves apariciones en Viena, en casa de una tía suya, para que se llevase a las gentes tras de sí y la proclamasen hauptcomtesse o como si dijéramos Condesa capital o princesa y capitana de las condesas todas.
Es evidente que, siendo ella así, no había carecido de novios, entre los señores de su clase; pero, como era tan descontentadiza y dificultosa de gusto, ningún pretendiente le agradaba ni le satisfacía. Uno le parecía tonto, otro ordinario, otro feo y otro vulgar. En suma, ninguno la enamoró, y, repugnando casarse por casarse, sin estar enamorada, permaneció soltera.
Vivía casi siempre retraída en el castillo, donde no veía ni hablaba a nadie más que a su madre, a su hermano y a las gentes que los servían.
A fin de gozar, no obstante, de cierta libertad y de poder ir de vez en cuando a Viena sin otra custodia que la de su doncella, a los veintidós años se había hecho stiftdame o sea canonesa. Ningún voto perpetuo la ligaba, apenas tenía obligación de vivir algunos días en comunidad, y alcanzaba en cambio no cortos privilegios, exenciones y autorizada consideración.
A pesar de estas facilidades y ventajas, hacía ya tiempo que la condesa Poldy se había aficionado tanto a la soledad, que no iba a Viena, ni salía del castillo y de sus rústicas cercanías.
Su conversación con el conde Enrique acabó por infundir en su espíritu idéntica curiosidad, igual afán de saber y no menos decidida afición a toda clase de estudios. En ella, sin embargo, predominaba el amor a la poesía, sobre todo, cuando tenía por objeto el examen de lo íntimo del alma propia para sondear sus misteriosos abismos y buscar y hallar luego en el lenguaje humano la expresión adecuada de sus ensueños, anhelos y vagas creencias y esperanzas.
El misticismo algo panteísta que llenaba y colmaba su espíritu, rebosaba y trascendía a lo exterior convertido en hondo sentimiento de la naturaleza y en arrobo contemplativo y extático de las remotas estrellas del cielo y de las flores y plantas del intrincado y frondoso bosque que casi rodeaba el castillo.
Durante el invierno, la Condesa Poldy, retenida en el castillo por las lluvias y los hielos, no daba tan largos paseos ni eran sus excursiones tan reposadas y contemplativas como en la primavera y en el verano. Pero, durante la primavera, se desquitaba bien de su forzada reclusión permaneciendo largas horas en el bosque. Ya se paraba a meditar, ya iba con lentitud y sin dirección determinada, y ya se detenía, o bien mirando una flor, una mariposa, una libélula, o los caprichosos efectos de la luz al través de las verdes ramas, o bien oyendo cantar los pájaros, o el murmullo del agua del arroyo al quebrarse en las guijas, o el manso susurrar del aura entre las verdes y tempranas hojas.
Cuando la condesa Poldy daba estos paseos meditabundos, cuando salía, como solía ella decir, a caza de impresiones poéticas, no gustaba de que nadie la acompañase; siempre iba sola.
II
En un hermoso día de los últimos del mes de Mayo, la condesa Poldy se hallaba sola, en lo más intrincado del bosque, entre diez y once de la mañana. Sencilla y elegantemente vestida, llevaba en la airosa cabeza un gracioso sombrero de paja de Italia y pendiente del brazo izquierdo un ligero canastillo de mimbre. Aquel día no eran la meditación y la contemplación de las bellezas naturales el único propósito de su paseo. Tenía otro más práctico. Iba ella a coger fresas silvestres, de las muy delicadas que en abundancia producía aquel bosque, y a coger también cierta florida hierbecilla, llamada waldmeister, que se pone y conque se perfuma y sazona el maitrank, deliciosa bebida propia de aquella estación y de la que gustaba muchísimo la Condesa viuda.
Buscando fresas y waldmeister, Poldy se había alejado del castillo y penetrado en la profundidad del bosque, harto más de lo que solía. Así vino a encontrarse en sitio muy solitario y agreste, donde, rota la espesura que los apiñados árboles formaban con su denso follaje, había una pequeña laguna. En la orilla opuesta de aquélla a la que Poldy se había acercado, se alzaba un obscuro y ruinoso torreón. Todo el terreno que circundaba la laguna era húmedo y vicioso. Las emanaciones palúdicas habían ahuyentado las aves de aquel sitio. Las aves no le alegraban con sus trinos y gorjeos como hacían en otros lugares del mismo bosque. Casi hundidas las raíces en el agua se veían a trechos espadañas y juncos en muy pobladas matas. Sobre el haz del agua dormida, que no rizaba entonces el más ligero soplo de viento, se extendían la verde lama y las redondas y anchas hojas de nenúfar, cuyas blancas flores se levantaban en el aire tranquilo. Los pies de Poldy se hundían en la hierba que había crecido muy alta. Cada vez que fijaba en el suelo uno de sus menudos pies, se espantaban las ranas que entre la hierba se hallaban ocultas y daban estupendos brincos, zambulléndose en el agua estancada. El ruido que hacía el agua, al chapuzar en ella las ranas, era lo único que interrumpía el maravilloso silencio que reinaba en torno.
Poldy, por irreflexivo y curioso instinto, siguió andando por la margen de la laguna hacia el sitio donde el torreón se parecía. Y estando ya muy cerca de él, vio de improviso un objeto que, si bien ella no era tímida, le produjo un sacudimiento nervioso, por mostrarse tan de repente y cuando menos lo recelaba. Era una corpulenta cigüeña blanca, que salió de detrás del torreón, y que sin el menor espanto, sino mansa y serena, se vino hacia Poldy con paso lento, grave y majestuoso. De vez en cuando movía la cabeza a un lado y a otro con graciosa coquetería. Cuando estuvo más cerca, dio algunos saltitos, extendió y batió las largas alas como en señal de júbilo, y abriendo y cerrando repetidas veces el rojo pico, produjo un son muy semejante al de las castañuelas. Volviendo luego a andar con mayor lentitud y con cierta vacilación, como si el respeto le contuviera, siguió el pájaro peregrino caminando hacia Poldy, y parándose a cada dos o tres pasos como si aguardase el permiso de llegar hasta ella.
Comprendió Poldy la intención del pájaro; no temió nada porque le consideró inofensivo, pero extrañó que se le mostrase tan cariñoso y que tan resueltamente y a largos trancos de sus zancas enjutas viniese hacia ella como si fuese un antiguo amigo suyo. ¿Le habría conocido y tratado antes y no lo recordaría entonces? Poldy buscaba en balde por todos los más hondos y olvidados senos de su memoria algún vago recuerdo de aquel conocimiento y trato. No hallaba el menor rastro ni la más ligera huella de haberlos tenido jamás. La misma cigüeña dejaba ver que nunca había conocido a Poldy, pues aunque no atinaba a expresarse en ningún idioma humano sino sólo con los resonantes castañetazos de su pico, la lentitud de su marcha, sus paradas frecuentes y cada una de las miradas que sus pardos ojos dirigían a Poldy parecían significar interrogación y súplica, como si dijesen: graciosa Condesa, ¿me permite V. E. que me aproxime y la trate? Había además en la cigüeña un no sabemos qué de exótico: cierto raro modo de ser, bastante parecido al que se nota en un viajero de distinción, venido de muy remotos países, con quien por dicha tropezamos y entablamos conversación sin pensarlo ni pretenderlo y solamente a causa de súbita y misteriosa simpatía.
Poldy, sin duda, simpatizó con la cigüeña. Le cayeron en gracia y le ganaron la voluntad el respetuoso acatamiento y la amistosa dulzura conque la cigüeña la miraba. Confesó, allá en sus adentros, que la cigüeña sabía tratar a las gentes como merecían, y que, naturalmente, estaba dotada de exquisita buena crianza, aunque por ser crianza no aprendida, más bien debiera llamarse soltura fina o refinado tacto de mundo.
En fin, Poldy se allanó a tratar a la cigüeña sin que nadie se la presentase y sin saber quién era ni cuántos cuarteles tenía; dio también hacia ella algunos pasos, y extendió la mano y le tocó regaladamente la cabeza. La cigüeña se dejó acariciar y mostró la satisfacción y el gusto que aquellas nobles caricias le causaban, entornando los párpados como si se adormeciese y restregando suavemente el largo cuello sobre la vestidura de la linda dama. Pasó ésta la mano por el cuello de la cigüeña, bajándola hasta el ancho buche, cubierto todo de abundantes y blancas plumas. Entonces advirtió con sorpresa que la cigüeña tenía allí, suspendido de listón muy sutil, un pequeño retazo de tela de seda, que, flexible y apiñada, formaba poquísimo bulto.
Poldy no pudo resistir la curiosidad ni vencer el deseo de apoderarse de aquella prenda. Pronto desató el lazo conque por medio del listón colgaba la prenda del cuello del pájaro y se quedó con la prenda en las manos.
No se sabe si espantada entonces la cigüeña o enojada del que pudo considerar despojo, se apartó bruscamente de la dama, extendió las alas, salió volando, se remontó en los aires y acabó por perderse de vista.
Avergonzada quedó Poldy como si hubiese cometido un hurto villano, pero, al fin, desechó los escrúpulos, pensando que no había ella tenido la intención de quedarse con la prenda y que estaba dispuesta a devolvérsela al pájaro, si el pájaro acudía de nuevo a ella y de algún modo la reclamaba.
Desenredó luego Poldy más de un metro de listón que estaba devanado en la tela de seda, dándole forma de ovillo, y desenvuelta la tela, que era del color de los albaricoques, vio escritos en ella con muy negra tinta varios renglones en extrañas y menudas letras. Ella las miró y las remiró, pero en vano, porque no conocía una sola. Y aunque era medianamente sabia y aprovechada discípula de su hermano el conde Enrique, no acertaba a determinar con fijeza a qué alfabeto y lengua aquellos signos y palabras pertenecían. Sospechó, no obstante, que las inscripciones de la tela de seda estaban en sanscrito, lengua que estudiaba con asiduidad y provecho su hermano el conde Enrique.
III
Volvió Poldy al castillo aguijoneada por la curiosidad y deseosa de que le descifrase su hermano lo que la tela decía. Almorzó con muy buen apetito, y luego, mientras que la Condesa viuda dormía después del almuerzo, como tenía de costumbre, se fue a la biblioteca con su hermano Enrique, le contó su encuentro con el pájaro zancudo, le enseñó la tela de seda y le rogó que tradujese lo que en ella había escrito.
El conde Enrique confesó que no estaba bastante versado en la lengua de Valmiki para traducir de repente los versos, pues indudablemente eran versos los que había en la tela; pero pidió tiempo y prometió a su hermana presentarle una exacta traducción de todo en aquel mismo día.
En efecto; pocas horas después buscó el conde a Poldy, la llevó de nuevo a la biblioteca, y con aire de triunfo le mostró los versos ya traducidos.
-No sé qué pensar -dijo a su hermana-. A veces imagino que la cigüeña vino de la India, donde pasó el invierno, y que los versos son obra de algún brahman, Rajá o nababo muy ilustrado, y, a veces, sospecho que bien puede ser algún erudito compatriota nuestro quien compuso los versos y quien colgó la tela al cuello de la cigüeña para embromar al que la encontrase.
-¿Qué fin -contestó Poldy- había de proponerse algún compatriota nuestro con ese engaño? Yo no conozco aún los versos, pero doy por seguro que su autor vive en las orillas del Indo o del Ganges, y no en las del Rin o del Danubio. A ver... lee.
-Ya verás y notarás en los versos cierta inspiración más europea que asiática. Las composiciones son tres: dos muy breves; y una de estas dos parece calcada sobre cuatro versos del Prólogo en el cielo del Fausto. La coincidencia es inverosímil. Y, aunque no es imposible, yo encuentro raro y sospechoso que un brahman lea a Goëthe y le imite.
-Vamos, lee los versos sin más prólogo.
-Los versos dicen:
Pido al cielo su estrella más brillante;
Pido al suelo su dicha más completa;
Y ni cercano amor, ni amor distante
Mi conmovido corazón aquieta.
-Es verdad -dijo Poldy-; los versos son muy semejantes a los de Goëthe, salvo que el poeta dice de sí mismo lo que dice Mefistófeles de Fausto.
-Pues oye estos otros que tienen no sé qué dejo de metafísica cristiana; de misticismo por el estilo del de Tauler o del del maestro Eckart:
Sin alas y sin luz la mente humana
En balde en pos de lo ideal se lanza;
Pero la voluntad recorre ufana
La eterna inmensidad de la esperanza.
-Eso es verdad -exclamó Poldy-, y lo mismo se le puede ocurrir a un indio que a un cristiano. En la India hay desde muy antiguo, según he oído decir, místicos tan profundos como los de Alemania. Además, en todos los países, ha de haber habido pensadores y poetas que imaginaran y expresaran que se podía penetrar y subir con el amor a donde nunca sube y penetra el raciocinio por sutil y elevado que sea.
-No quiero discutir. Convengo en que un brahman puede haber compuesto la copla que acabo de decirte traducida. Tal vez yo en la traducción le he prestado una apariencia europea que en el original no tiene. Oye ahora la última composición. El poeta desciende en ella de las elevaciones místicas, y se abate y se humana como cualquier enamorado con el amor terrenal y sensual que las mujeres inspiran. Algo, no obstante, queda aún en esta composición del misticismo de las otras. Es como un pequeño fragmento de El cantar de los cantares, o mejor diré del Gita-govinda, cuyos requiebros, ternuras y descripciones materiales pueden interpretarse por estilo ultramundano y trascendente. La composición además tiene en este caso una singularidad que no tiene ni el idilio erótico de los hebreos ni el de los indios. Salomón y Crishna veían, oían y tocaban a sus bellas y enamoradas amigas, pero este poeta ni toca, ni ve, ni oye a la suya, si no se la imagina con indecisa vaguedad, y de tal suerte, que lo mismo puede vivir en este planeta que en otro remotísimo, y lo mismo puede ser nuestra contemporánea, que haber nacido hace cuarenta siglos o que estar aguardando aún otros cuarenta, en el mundo de las ideas, antes de que llegue el día de su encarnación y de su aparición entre los seres de nuestra casta.
-Muy curioso es lo que me cuentas, pero no es original ni nuevo. ¡Es tan difícil ser nuevo y original! ¿No se enamora Fausto de Elena, que vivió dos mil quinientos años antes de que él naciese? ¿No hay un cuento árabe o persa, donde un príncipe musulmán, que vivió doscientos o trescientos años después de Mahoma, está perdidamente enamorado de cierta reina o infanta de Serendib o de Sabá, que floreció en tiempo de Salomón y fue rival de la Sulamita?
-Todo eso es así, pero aún es más vaga o indeterminada la señora de los pensamientos de nuestro poeta indio. El príncipe musulmán enamorado de la rival de la Sulamita, había hallado y admirado el retrato de ella en el tesoro de su padre, mientras que no hay retrato ni hay el menor indicio por donde pueda entrever o tener alguna idea o noción de su dama, el autor de los versos que he traducido. Óyelos con atención.
-Soy toda oídos.
El conde Enrique leyó de esta suerte:
¿Dónde te escondes, hermosa mía,
Que no consiguen verte mis ojos,
Como te sueña mi fantasía,
Llena de gracia, libre de enojos?
Ven do el kokila dulce gorjea,
Do presta el loto su aroma al viento,
Ven que mi anhelo verte desea
Y comprenderte mi entendimiento.
No eres ensueño, realidad eres;
No finge el alma hechizos tales,
Aunque más bella que las mujeres
Suya te llamen los inmortales.
En la luz pura de tu mirada
Amor enciende sus dardos de oro,
Y son tus labios urna sellada
De sus deleites fuente y tesoro.
Ora residas lejos del suelo
Ora aparezcas en otra edad,
Por los tres mundos en raudo vuelo
Irá buscándote mi voluntad.
Perla brillante, aunque escondida
En lo profundo del mar estés,
Yo sabré hallarte, bien de mi vida,
Para que excelso premio me des.
Poldy oyó atentamente los versos y habló de ellos con su hermano y hasta los juzgó con aparente frialdad crítica, concediéndoles algún mérito y señalando sus muchos defectos. Lo que ella disimuló, y no reveló ni a su hermano ni a nadie, fue el enjambre de suposiciones y de ensueños que los versos suscitaron en su fantasía. Ya se figuraba ver escribiéndolos a un elegantísimo y joven brahman, no lejos de su magnífica quinta, bajo verde enramada, en las fértiles orillas del Kausikí, ya que los componía en su propio alcázar el príncipe heredero de Ayosia, de Cachemira o de cualquiera otro de los reinos y países que describen las antiguas epopeyas. Pero el autor de los versos era contemporáneo de ella y se parecía a ella en extremo por la dolencia y la pasión que le atormentaban. Amaba o mejor dicho deseaba amar, nada veía en torno suyo digno de su amor; y buscaba lejos, a ciegas y sin guía el raro y precioso objeto que mereciese ser amado.
En lo más íntimo de su alma caviló mucho Poldy sobre todo esto, y urdió y tejió infinidad de historias, en su sentir bellísimas, con las que ella se deleitaba en secreto sin comunicárselas a nadie, ni siquiera a la anciana institutriz Justina que era su confidente.
IV
Engolfadísimo en sus estudios, el Conde Enrique no tenía voluntad ni entendimiento sino para continuarlos. En las demás cosas de la vida estaba sometido siempre al entendimiento y a la voluntad de su hermana Poldy, a quien él amaba en extremo. Prohibiole ésta que hablase con nadie del encuentro de la cigüeña, de los versos y de la traducción, y el Conde Enrique obedeció y se lo calló todo.
No quería Poldy que su madre se enterase de nada. La Condesa viuda era una señora dotada de un espíritu tan prosaicamente positivo, que sin duda hubiera destruido con sus discursos todo el caramillo de suposiciones poéticas que Poldy había levantado y que en manera alguna quería ella que nadie derribase.
La Condesa viuda acusaba además y zahería con frecuencia a su hija, calificándola de extravagante, de soñadora, de alucinada, de acérrima enemiga de lo juicioso y de lo razonable, y de temeraria perseguidora de ideales inasequibles y absurdos. Si la Condesa viuda pensaba así de Poldy ignorando el suceso de la cigüeña, ¿qué no pensaría y qué no diría si lo supiese?
Poldy no volvió, pues, a hablar de él ni con su mismo hermano, como si su mismo hermano lo ignorara, o como si ella tuviese la pretensión de que él lo olvidase.
A solas, pues, y en toda libertad, Poldy se figuraba a medida de su deseo, al autor de las tres poesías. Ya le suponía en Benarés, ya en Delhi, ya en Calcuta, ya en otros lugares de la India, pero siempre noble, joven y hermoso, y chatria o brahman, cuando no príncipe.
El incógnito personaje padecía una enfermedad mental semejante a la de Poldy. Eran sus síntomas el desdén y el hastío de cuanto le rodeaba, y la vaga aspiración a un bien remoto, confusamente trazado y medio desvanecido entre las nieblas y vapores de mil ensueños.
Poldy desechaba por vulgar y necia la creencia de su hermano, de que un erudito alemán hubiese compuesto los versos sanscritos para entretenerse o para mostrar su pericia. Para ella no cabía la menor duda: los versos eran obra de un ilustre y joven señor de la India.
Poldy iba amenudo más adelante en sus atrevidas imaginaciones. No creía ella que el pájaro zancudo que se le había aparecido tuviese la menor semejanza ni con el cisne de Leda ni con el toro blanco de la gallarda hija de Agenor; pero ¿no podría la cigüeña ser instrumento de algún gran sabio; acaso de un genio o de una hada, cuyas poderosas sugestiones hubiese obedecido al venir a visitarla? ¿Quién se atreverá a limitar la extensión de lo posible? Si no fuésemos a creer sino lo que comprendemos, apenas creeríamos nada.
Acudía a veces a la memoria de Poldy un cuento de las Mil y una noches, y se deleitaba en presumir que lo que a ella le pasaba tenía algún parecido con dicho cuento. En las más elevadas regiones del aire, se encontraron una noche un hada y un genio que iban volando en opuestas direcciones. Allí se hablaron y se confiaron que el hada venía de visitar y dejar dormido al más hermoso príncipe que había en el mundo, y que el genio, procedente del otro extremo de la tierra, venía de contemplar y de admirar también a una maravillosa princesa dormida en su lecho virginal, allá, en el más recóndito, elegante y perfumado camarín de su magnífico palacio. Genio y hada se proponen que príncipe y princesa se conozcan, se enamoren y se casen, y los medios a que recurren para lograrlo constituyen el enredo de la mencionada historia. Poldy, aunque suavizando mucho lo sobrenatural, así por modestia, como por el escepticismo que es tan propio del siglo presente, se dio a sospechar que en todo lo sucedido podría muy bien y casi naturalmente haber algo que con el cuento oriental coincidiera.
Ella había oído decir y hasta había leído en obras recientes que tratan de Teosofía, que hay en la India ciertos sabios llamados mahatmas, que a fuerza de introinspección y de asiduo examen en las honduras del propio ser, adquieren poder estupendo y descubren raros secretos de la naturaleza, por cuya virtud realizan acciones que tienen apariencia de milagrosas, aunque no lo sean. ¿No sería quizás el autor de las tres poesías alguno de esos hábiles mahatmas que había adivinado a Poldy, que la había entrevisto mentalmente, que se había prendado de ella y que para comunicarle sus impresiones y enviarle sus versos sin infundirle mucho asombro, se había valido del medio naturalísimo del pájaro zancudo, cuya condición propia le lleva, sin nada de brujerías ni de otras malas artes, a pasar el verano en Austria y el invierno en la India?
De esta suerte cavilaba Poldy, forjando y desbaratando casos fantásticos. Era como el niño que se entretiene en levantar con esmero y conservando bien el equilibrio un alto y complicado castillo de naipes, y luego le derriba para divertirse y jugar levantando otros.
En suma; Poldy no sabía a qué atenerse ni por qué decidirse. No se declaraba a sí misma cuál de los castillos por ella levantados era el que más le agradaba. Lo que no podía menos de reconocer era que la faena de levantarlos y de derribarlos la deleitaba no poco.
V
Poldy buscaba la soledad entonces más que nunca. En las conversaciones con su hermano, con su madre y con su aya, se mostraba distraída. Y esquivando amenudo toda compañía, iba a dar por el bosque solitarios paseos.
Aunque sea ordinaria comparación, así como puede conjeturarse y preverse que el sitio más apropósito de hallar a un goloso es una buena confitería, así Poldy conjeturaba que de seguro volvería a hallar a la cigüeña a orillas de la laguna donde la halló por vez primera. Había allí tal abundancia de ranas, lagartos, sapos, escuerzos y otras sabandijas, que era la tierra de promisión para aquel pájaro zancudo, el cual, por su gran tamaño y por la extraordinaria longitud de sus alas, cubiertas en los extremos de lustrosas y negras plumas, dejaba conocer que era del género masculino. Lo que Poldy no acertaba a determinar era si el pájaro estaba casado o soltero. Poldy le veía siempre solo y como no entendía su lenguaje, no le preguntaba si era casado, como en España solemos preguntar a los loros, que responden a la pregunta.
Era también un misterio para Poldy el lugar donde anidaba la cigüeña.
La veía a orillas de la laguna. El pájaro la saludaba con sonoros castañetazos, dando saltitos y batiendo las alas, que abiertas abarcaban más de dos metros y medio. Era en su especie un individuo de notabilísimo mérito.
Parecía meditabundo y pensativo, pero debía callarse muy buenas cosas. En vano esperaba Poldy y hasta fantaseaba el milagro de que la cigüeña hablase, pero la elocuencia de la cigüeña jamás iba más allá de los castañetazos de costumbre y de algunos roncos y desentonados silbos, que eran todo su lenguaje.
Con esto nada podía ponerse en claro.
La cigüeña se mostraba muy amiga y muy mansa con la joven Condesa. No le guardaba rencor porque le hubiese quitado la tela de los versos. Restregaba la cabeza y el cuello contra la vestidura de la linda dama, y parecía gustar de que ella le pasase la mano por el largo cuello y por las alas, y le alisase las plumas.
Estas mudas conferencias, que tenían lugar dos o tres veces cada semana, duraban poco y no se puede decir que fuesen muy amenas. Por lo demás, la cigüeña tenía el instinto de no aburrir, y siempre terminaba las conferencias pronto y de un modo brusco, lanzándose repentinamente en el aire, trazando graciosas espirales en su sereno vuelo y al cabo perdiéndose de vista.
Pasó la primavera, pasó el verano, vino luego el otoño, como sucede siempre, y empezó por último a aparecer el invierno. Poldy tuvo entonces barruntos de que la cigüeña iba a emigrar y a volver sin duda al soñado palacio, a la ciudad oriental, al templo o a la quinta, donde el autor de los versos moraba.
Irresistible fue la tentación que sintió de escribirle. ¿Porqué no había de hacerlo por estilo prudente y decoroso que no la comprometiera? Poldy pensó además que, si bien no era inverosímil que por ministerio de los genios o de las hadas o por virtud de la ciencia de los mahaturas, el autor de los versos hubiera logrado tener clara visión de ella, nunca estaría de sobra enviarle un buen retrato suyo en fotografía. En nuestros tiempos no implica esto muy decidido favor. Cualquier sujeto, el más plebeyo de los mortales, podía comprar por un florín el retrato de Poldy, expuesto en los escaparates de muchas tiendas de Viena, entre las bellezas de la corte y del teatro, entre princesas, actrices y bailarinas. Si cualquier pelafustán compatriota de Poldy podía poseer su imagen, ¿qué atrevimiento ni qué falta de decoro habría en enviársela por medio del pájaro zancudo al poeta incógnito, que no podía menos de ser príncipe, nababo, brahaman o chatria, allá en la tierra de Rama y de Sita, de Nal y de Damayanti?
Hechas estas reflexiones y otras por el mismo orden, que se omiten aquí para evitar prolijidad, Poldy, escribió una extensa carta, en papel muy fino para que abultase poco; tomó un retrato suyo, sin cartón, en el cual retrato estaba ella descotada y lindísima en su elegante traje de baile; lo incluyó todo en un sobre con fuerte forro de tela que cerró y selló con lacre; escribió encima: al incógnito poeta indio; agujereó la carta con un punzón; pasó una fuerte cinta al través del agujero; y así preparado todo, lo colgó al cuello de la cigüeña como si fuese la insignia de comendador de cualquiera ilustre Orden.
La cigüeña se estuvo muy quieta, aguardando que Poldy sujetase bien la cinta a su cuello para que no se desatase y para que la carta no se cayese. Y apenas comprendió que estaba ya bien condecorada, dio un tremendo salto, alzó el vuelo, se remontó en el aire y voló con tanto brío como si se largase ya a la India sin parar en rama.
Dejémosla ir en paz, mientras nosotros, que estamos en todos los secretos, nos adelantamos a copiar aquí lo que Poldy había escrito, que era como sigue:
«Irresistible impulso me lleva a escribiros sin conoceros. Sé que me expongo a que me juzguéis poco circunspecta, muy atrevida y harto libre. Ignoro vuestra condición en el mundo, vuestro linaje, vuestras creencias religiosas, vuestra edad y vuestra patria. Mi espíritu, no obstante, se siente arrebatado hacia donde vuestro espíritu se halla y se cree unido a él por el estrecho y fuerte lazo de los mismos sentimientos y de las mismas ideas. En torno mío todo me es indiferente, todo me parece rastrero y mezquino. No es extraño, pues, que busque yo como vos, en apartadas regiones, un alma que simpatice con la mía, aunque sea sólo por sentirse atormentada de la misma dolencia. No acierto a explicarme el fin que pueda tener yo enviándoos estos renglones y hasta enviándoos mi retrato. Lo hago sin propósito, fatal e irreflexivamente. Mi único anhelo es acaso que sepáis que pienso y siento como vos, que ardiente sed de tiernos afectos agita y quema mi corazón sin que la satisfaga ser alguno de cuantos miro cerca de mí. La clara nitidez del cielo poblado de estrellas, el silencioso apartamiento del bosque, la belleza y la gala de los campos floridos, todo embelesa mi alma, todo hasta cierto grado la enamora, pero todo deja en ella inmenso vacío, que sólo otra inteligencia y otra voluntad, humanas o divinas, iguales o superiores a mi voluntad y a mi inteligencia, pueden llenar si me acuden; si prueban el afán que yo pruebo y si logran infundirse en el abismo de mi pensamiento, compenetrándole, fundiéndose con él y haciéndose con él uno solo. No os conozco: no sé si sois vos a quien yo busco. Por esto mismo declaro sin ruborizarme mi extraña pasión, de la que en realidad no sois objeto. Criatura mortal sois sin duda como yo lo soy. En esta vida terrenal, que vivimos ahora, únicamente podría yo amaros si se cumpliesen determinadas condiciones de criatura mortal que en vos tal vez no se cumplan. Tal vez las que yo poseo no respondan a vuestra aspiración tampoco. Y sin embargo yo soy joven, de nobilísima extirpe, y muy alabada de hermosa, aunque por modestia debiera callarlo. Os confieso lo más íntimo, lo más oculto y delicado de mi sentir y de mi pensar. Os declaro quien soy, donde vivo y como me llamo. La confesión y la declaración van dirigidas a un ser que yo me finjo: a un ser que mi imaginación ha forjado. ¿Querréis vos y podréis vos demostrar que convenís sustancialmente con lo imaginado por mí; que sois la forma material y visible del espectro etéreo por quien estoy obsesa, y el astro luminoso cuyos matinales resplandores columbro, y el ansiado aliento de primavera, que al venir el alba despierta y mueve a cantar a las aves, y separa y extiende los pétalos de las flores para recoger su aroma y darles en pago su rocío? Yo explico aquí mi sueño. Si tiene algún fundamento real, a vos os toca manifestarlo. Si no estáis muy seguro de la existencia de tal fundamento, lo mejor es que calléis. Respondiéndome, sólo conseguiríais disipar la más bella de mis ilusiones, reemplazándola con una realidad ruin y triste y con el consiguiente desengaño. Pero si estáis seguro de que mi sueño no carece de fundamento, respondedme, decidme quien sois, venid a mí y mostraos. A orillas del azul y caudaloso Danubio, en el castillo de Liebestein, os espera
POLDY».
VI
Apresuradamente por el temor de que la cigüeña se fuese a la India sin llevar prenda suya, y con vehemente exaltación, sublimada por la soledad y como destilada en el encendido alambique de sus ocultas cavilaciones, escribió Poldy la apasionada carta que acabamos de transcribir; mas no bien voló la cigüeña, llevándosela colgada en el cuello, Poldy se arrepintió y aun se avergonzó de haber escrito la carta, mostrándose tan tierna y tan afectuosa con un desconocido. La suerte, sin embargo, estaba echada. El mal no tenía ya remedio. Menester era resignarse y callar. ¿Quién, desde la India, por poco sigiloso y por muy jactancioso que fuese, había de tener el capricho de hacer saber en Viena que Poldy, la orgullosa, la siempre esquiva, con condes, con príncipes y hasta con archiduques, se había humillado a escribirle cosas de amor, sin saber quien era e ignorando hasta su nombre?
Poldy esperaba que permaneciese secreto su impremeditado desliz; el mal paso que había dado y que por lo menos calificaba ya de imprudente locura.
Por otra parte, en ocasiones en que su humor era menos negro, Poldy se juzgaba con alguna indulgencia y hasta llegaba a absolverse de su culpa, dado que la hubiese. Porque, si el autor de los versos era un joven y hermoso príncipe oriental o algo por el estilo, era muy cruel para el príncipe y para ella no llevar adelante tan poética y misteriosa aventura y destruir las vagas esperanzas de ambos, como quien arranca de bien cultivado terreno una planta lozana a punto ya de cubrirse de flores.
Como quiera que fuese, Poldy vivió en adelante muy retraída y melancólica.
Aquel año fue el invierno muy crudo. Ni una vez sola, ni por muy breves días, fue Poldy aquel invierno a Viena.
Penoso y terrible cuidado vino a aumentar las causas de su retraimiento. La condesa viuda, su anciana madre, agobiada, más que por el peso de la edad, por las penas, los desengaños y hasta por las miserias y los apuros económicos, enfermó gravemente.
Hizo Poldy cerca de ella el oficio de la más vigilante, devota y cariñosa enfermera; pero ni sus desvelos, ni sus fervientes oraciones, ni la docta asistencia de un sabio médico, amigo de la casa, fueron bastantes a retardar el cumplimiento de las inexorables leyes de la naturaleza que tenía marcado el término de aquella trabajada vida. La condesa viuda, llena de santa y dulce resignación, tuvo pronto una muerte ejemplar y cristiana.
Durante algunos días reinó muy lúgubre animación en el castillo. A recoger los últimos suspiros de la egregia dama había acudido la mayor parte de sus hijos, yernos y nueras.
Pronto, no obstante1, volvieron todos a sus respectivos destinos y residencias, y el castillo quedó en abandono y en más honda soledad y silencio.
El conde Enrique, Poldy, su aya y tres criados, fueron ya los únicos moradores del castillo. Poldy sintió profundamente la irreparable pérdida que había tenido. Y sin que refrenase su dolor la inquebrantable fe religiosa que daba vigor a su alma, la joven condesa, lloró durante meses a su difunta madre sin hallar consuelo, y olvidada casi de cuantos devaneos, ilusiones y esperanzas habían poetizado su solitaria existencia en aquellos últimos tiempos.
Poldy, sin embargo, aunque no se consoló, hubo al cabo de serenarse y calmarse. Apacible tristeza endulzó el manantial de sus lágrimas y luego logró represarle.
Pesares de condición harto menos noble, y mil preocupaciones de un orden tan rastrero como práctico, invadieron y ocuparon el corazón de Poldy, como cuadrilla de desalmados e impíos bandoleros que entran a saco, profanan y destrozan un augusto santuario.
Dos meses hacía ya que había muerto la condesa viuda. Eran los primeros días del mes de Febrero. El frío era intensísimo. Un manto de nieve cubría en torno la tierra y coronaba a trechos con blancos penachos las erguidas y sombrías copas de robles, abetos y pinos. Rara vez abandonaba Poldy la abrigada habitación del castillo, donde apenas tenía más persona con quien conversar que su hermano el conde Enrique.
Él y ella, habían quedado morando allí provisionalmente, pero pronto tendrían que abandonar su antigua vivienda de la que era propietario y había tomado ya posesión el hermano mayor de ambos.
Poldy, pues, cavilaba con tristeza y desesperanza sobre su suerte futura.
Su hermano Enrique, que gozaba de alta y merecida reputación de sabio, muy versado en varias disciplinas, estaba llamado a ser profesor en una Universidad, donde su ciencia y su trabajo, habrían de remediar la escasez de su patrimonio, dándole para vivir honrada y decorosamente, si bien con sobrada estrechez.
Pero ¿cómo Poldy, que era pobre y desvalida también, había de irse con su hermano y serle constantemente gravosa? Esto no era posible. A Poldy además le dolía en el alma tener que abandonar aquellos lugares, tan llenos para ella, de dulces y misteriosos recuerdos.
Por otra parte, Poldy, que amaba la soledad, sentía invencible repugnancia a irse a vivir vida conventual, entre otras canonesas, en la casa de su instituto. Para vivir sola, según su clase, ya en Viena, ya en otra ciudad, sus rentas eran insuficientes. Y por último, contra lo que más se sublevaba era contra agregarse a la familia de cualquiera de sus hermanos o hermanas y hacer allí el triste papel de huésped perpetua, de tía y de acompañanta, viviendo en algo a modo de poco airosa dependencia y de mal disimulada servidumbre.
Horror causaba a Poldy cualquiera de estos planes en que trazaba y representaba su porvenir. Aún tenía delante de sí todo aquel año que empezaba entonces, y durante el cual ella y el conde Enrique, habían concertado ya con su hermano mayor, permanecer en el castillo, mientras duraba el riguroso luto y acababa de hacerse el deslinde y las particiones de la muy corta hacienda, en la que todavía muy poco les tocaba.
Pasado el mencionado plazo, Poldy consideraba inevitable su salida del castillo, así como tomar decidida resolución para vivir a su gusto y con independencia y decoro.
Tal era la desengañada posición de Poldy. Sólo negras nubes, que presagiaban tempestad, columbraba, al mirar en todas direcciones, en el horizonte de la vida. Sólo una luz incierta, vaga, errante, que bien podía ser una estrella, pero que tenía más trazas de engañoso fuego fatuo, iluminaba de vez en cuando el vacío y obscuro espacio de su cielo. Poldy acababa además de cumplir veintinueve años. Estaba en el apogeo de su belleza, en el mejor y más glorioso momento de su mocedad briosa, y con la imaginación rica de ensueños y la voluntad movida y solevantada por poderosos impulsos de ternura.
VII
Pronto desaparecieron las nieves; se oyó el canto de la alondra; calentó más el sol y vertió luz más clara; discurrió por el bosque que circundaba el castillo un aura vital y fecunda; se tapizó el suelo de nueva y menuda yerba, y en los sotos y umbrías de las hondonadas, en la margen de los arroyos, comenzaron a brotar florecillas tempranas, despuntando con timidez en los álamos, mimbrones y chopos, más resguardados de los vientos del Norte, las primeras tiernas hojas. Entonces Poldy salió de su retraimiento casero y se lanzó con más frecuencia y por más largo tiempo que nunca a sus excursiones y meditabundos paseos por los sitios más solitarios de aquellas cercanías.
No poco gustaba ella de ir por intrincados senderos, por donde había más flores, por donde era más tupida y frondosa la enramada. No poco gustaba ella de sentarse en algún poyo rústico o de pararse a meditar al pie de corpulento roble, cuyo añoso tronco estaba revestido de trepadera yedra y de madreselva olorosa. Pero todo esto era para después y como recurso y consuelo. Lo primero que Poldy hacía todas las mañanas, lo primero de que gustaba y a donde iba precipitadamente apenas salía de paseo, era a la margen de la laguna a ver si se le aparecía de nuevo la cigüeña blanca.
Y como no se le aparecía, ya se quedaba aguardándola largas horas, ya se ponía a buscarla por uno y otro lado y hasta penetrando en el obscuro y ruinoso torreón que pudiera acaso servirle de refugio. Luego que se cansaba de sus vanas pesquisas, cesaba de hacerlas y se dirigía a otros puntos del bosque; negra tristeza embargaba su alma, y a veces asomaban a sus hermosos ojos, harto involuntariamente, algunas lágrimas que no eran ya de las nacidas por el afectuoso recuerdo de su madre difunta. ¿Por qué no volvía la cigüeña blanca? ¿Habría muerto en la India o habría emigrado desde la India a otra región distante, olvidando con ingratitud el bosque y castillo de Liebestein y la amistad de Poldy?
En estas dudas angustiosas transcurrió todo el mes de Abril.
Era el primer día de Mayo. Poldy, casi desesperada ya de volver a ver la cigüeña, acudió, no obstante, como de costumbre, entre diez y once de la mañana, a la orilla de la laguna.
Apenas hacía dos minutos que estaba allí, absorta, pensativa y fijando larga y melancólica mirada en la tranquila haz del agua, cuando un precipitado sonar de alas que venía acercándose estremeció todo su cuerpo y alborozó su alma con agradable susto. La cigüeña blanca había venido volando, se había abatido a pocos pasos de ella, y ya se le acercaba con su lento y majestuoso paso y dando con el pico los castañetazos con que solía siempre saludarla.
Indescriptible fue la alegría de Poldy. Su impaciencia fue mayor que su alegría. Impulsada por su impaciencia, echó las manos al cuello del pájaro zancudo, y empezó a buscar el cordón o la cinta de donde pendiese la respuesta que a su carta esperaba. ¡Qué cruel aflicción tuvo entonces! No hallaba carta pendiente. No hallaba cinta ni cordón de que pendiera. A punto estuvo Poldy de llorar de rabia. Pero la cigüeña, como si adivinase su sentimiento, abrió las largas alas y al punto con alegría y sorpresa advirtió Poldy que la cigüeña tenía debajo del ala izquierda y muy bien atado allí con un fuerte y sutil cordoncillo que bajo las plumas se escondía, un largo y delgado canuto o rollo.
Poldy se apoderó de él en seguida y notó que era ligerísimo, que estaba precintado y sellado y que era tan fuerte la cuerda del precinto y estaba tan bien anudada, que no podía romperse ni desatarse sin tijeras. Sobre la exterior superficie del rollo, se veía escrito en lengua y letras alemanas: A su excelencia la graciosa señorita Condesa Poldy de Liebestein.
Hizo Poldy algunos cariños a la cigüeña a fin de mostrar su gratitud, y hasta hay quien dice que besó su cabeza en albricias del buen recado. Luego Poldy se fue corriendo al castillo para encerrarse en su cuarto, cortar el precinto con tijeras y ver lo que el rollo contenía. Había en el rollo varios objetos que Poldy fue sucesivamente examinando. Era uno la vista fotográfica, prolija y magistralmente iluminada con colores, de un extenso y magnífico salón oriental, lleno de primores y de peregrinas elegancias. En todo se advertían y se admiraban pasmoso lujo asiático y muy acendrado buen gusto. Se diría que era aquello la prodigiosa cámara subterránea, donde encontró Aladino la lámpara del Genio. Pendían de las paredes armas brillantes, indias, chinas y japonesas; colgaban del techo cinceladas lámparas de oro; se veían en torno jarrones, tibores y vasos, artísticamente esculpidos, de metales preciosos, de jaspes rarísimos, de antigua porcelana2 y de ataujía o menuda labor de pedrería, marfil, bronce y otras materias ricas. Varios ídolos de extrañas cataduras y de simbólicas formas, autorizaban y caracterizaban la estancia. Allí estaban representados Agni, dios del fuego; Kamala o Kamela, Venus de la India, de cuyo nombre proceden, en nuestro vulgar idioma camama, camelo y sus derivados; y allí estaban también Indra, Varuna y hasta la misma Trimurti.
En primer término, sobre una espléndida alcatifa de Persia, y sentado en mullidos almohadones de seda, admirablemente bordados, se parecía un señor, en la flor de la juventud, cubierto de blanca y rozagante vestidura y coronada la gentil cabeza de un amplio turbante, cándido también, sobre el cual se erguía un airón o copete de rizadas y lindas plumas, sujeto el airón al turbante por una enorme piocha de perlas, diamantes y rubíes, que debía valer un imperio. Delante del señor había varias mesillas enanas, donde en áureos y repujados azafates, en ligeros canastillos, en esbeltas ánforas y en cálices esmaltados, se ofrecían para regalo de la vista, del olfato y del paladar, licores, conservas y sazonados frutos. A un lado y a cierta distancia del joven señor, se hallaba un rico y elegantísimo narguile, cuyo flexible y luengo tubo tenía el joven señor asido por el extremo, dejando ver la gruesa boquilla de ámbar, prendida al tubo por un anillo de refulgentes esmeraldas. Al lado opuesto del narguile, aunque mucho más cerca del joven señor, se alzaba, en muy graciosa postura, nuestra ya conocida amiga la cigüeña blanca, cuya vista complació a Poldy no poco. No la complació tanto, si no que hubo de enojarla y de escandalizarla, aunque reprimió el enojo, atribuyendo lo que veía a inveteradas e imprescindibles modas orientales, que en el fondo del salón apareciesen tres bayaderas, con traje de Apsaras o inmortales ninfas, las cuales tejían voluptuosa danza, desceñido y leve el transparente ropaje, los brazos y los pies desnudos, luciendo en las gargantas de los pies y en los brazos, ajorcas y brazaletes, y dejando ver además las torneadas espaldas y los firmes y redondos pechos. Varios músicos, vestidos como dicen que se visten los Gandarbas o músicos del cielo de Indra, acompañaban la danza con arpas, flautas y violines, y con eróticos cantares.
Poldy quedó deslumbrada al contemplar todo esto y formó el concepto más alto del esplendor y de la riqueza del señor indio. De su traza personal es de lo que aquella fotografía no le daba idea completamente satisfactoria. Y no era ese tampoco el propósito de la fotografía, por bajo de la cual había este letrero: mi modo de vivir en Oriente.
En otra fotografía más pequeña, aparecía ya el joven señor con más claros pormenores. Estaba él solo, de cuerpo entero, pero sin accesorio ninguno. Su traje, aunque sobrado pintoresco, era más europeo que indio, salvo el extraño sombrero que llevaba en la cabeza y que era de los que llaman salacotes en Filipinas. La chaqueta o dormán, muy ceñido al cuerpo y adornado con alamares, revelaba las formas robustas de su torso y de sus brazos. Los calzones eran anchos y cortos. Desde la rodilla hasta la planta de los pies calzaba botas de becerro. Pendientes de la ancha charpa, de cuero también, que ceñía su cintura, había un revólver a un lado y al otro lado un enorme cuchillo de monte. En la mano derecha cubierta de guante de gamuza, tenía una escopeta de dos cañones, que descansaba en el suelo y sobre la cual se apoyaba. Por bajo, había un rótulo que decía: al ir a caza de tigres.
Por último, había una tercera fotografía que no dejaba nada que desear. Allí estaba el joven señor clara, fiel y nítidamente retratado. Su rostro era hermosísimo. Los ojos eran grandes y expresivos; la barba parecía sedosa, abundante y muy bien cuidada y atusada. La nariz, un tanto cuanto aguileña, daba cierta majestad a su expresión. Y la anchura y la rectitud de su frente revelaban poco común inteligencia. Se notaba en todo su aspecto un no sé qué de bondadoso, de simpático y de egregiamente distinguido. Sus manos sin guantes, aunque fuertes y varoniles, eran aristocráticas, muy cuidadas y bonitas, con dedos afilados en la extremidad y encanutadas las uñas, en vez de ser cortas y chatas. En este retrato, el joven señor estaba vestido enteramente al uso de Europa, de toda etiqueta, con corbata blanca y con un frac, tan admirablemente cortado y que le caía tan bien, que no soñaría hacerle mejor, ni Frank, el de Viena, ni el sastre más famoso de Londres. Por bajo de este retrato había otro letrero que decía: en traje de etiqueta para ir a un baile del Lord Gobernador de la India.
Hechizada quedó Poldy al contemplar los mencionados retratos. Se prendó de la hermosura y distinción de su remoto amigo. Y no pudo menos de confirmarse en la creencia de que era un príncipe indio mediatizado, un nababo, o por lo menos un brahman o un chatria de primer orden y de mucho fuste.
Imagine ahora el lector el afán, el asombro, las palpitaciones de gozo y el raro deleite con que leería Poldy la carta, que también venía en rollo y que estaba concebida en estos términos:
VIII
«Me repugna y hallo difícil escribir cartas dando tratamiento a quien las dirijo, y así, adopto la antigua costumbre de los orientales. Tú me permitirás, bella condesa Poldy, que desde luego te tutee sin ceremonias.
La cigüeña blanca, que anida años ha en el tejado de la espléndida quinta que yo poseo en las floridas márgenes del Ganges, me ha traído gratas noticias tuyas, tus dulces palabras y tu divina imagen. Bendita sea la cigüeña blanca que tanto bien me ha hecho. Con razón la llamaba yo antes Garuda. Ahora le confirmo este nombre sagrado, con el que se designa en mi patria al Dios-rey de las aves todas, al alado destructor de los dragones y de las serpientes.
En extremo me complace saber que eres de noble extirpe y bastante antigua hasta donde cabe en un pueblo que hace pocos siglos era salvaje todavía, careciendo de documentos y de archivos que pudiesen acreditar la nobleza de persona alguna, y las hazañas de sus progenitores. Estos, errantes en las ásperas selvas y en el rudo clima de los países del Norte, decayeron de su ilustre origen y olvidaron la primitiva cultura de los arios del Paropamiso de donde proceden, y sólo recientemente se han civilizado, aprovechándose de los estudios y progresos de los hombres del Mediodía. Pero sea de lo dicho lo que se quiera, relativamente tú eres noble y me basta, aunque mi clara nobleza preceda a la tuya en dos mil años lo menos.
Te hablo con franqueza y desecho adulaciones y galanterías. Así darás mayor crédito a mis alabanzas sinceras.
Garuda, por caprichosa y feliz inspiración mía, te llevó unos versos que distaba yo mucho de imaginar que pudiesen caer en tan hermosas manos. En ellos ponderaba yo mi hastío de cuanto me rodea y el anhelo vehemente, que consume mi alma, de hallar objeto, escondido y lejano, que satisfaga mis aspiraciones amorosas, las comprenda y las comparta.
Tu retrato y tu escrito han colmado mis votos. Tú eres la mujer de mis sueños.
Venerandos brahmanes, antiguos sabios de por acá, que han escrito de amores en el Kama Sutra y en otras disertaciones y tratados, exigen sesenta y cuatro potencias, prendas o aptitudes, para que exista en realidad la Padmini o mujer perfecta. Yo te declaro que, al ver tu imagen y al leer tus palabras, he descubierto en ti las sesenta y cuatro aptitudes y te he entronizado en mi corazón como reina y señora y he reconocido en ti mi Padmini, sin cuyo amor no podré tener nunca bienaventuranza. Ámame pues, como yo te amo, y hazme dichoso como quiero yo que tú lo seas.
Nada puede oponerse a nuestra unión futura. La distancia importa poco. No tardaré yo en salvar la distancia, y el día en que menos lo pienses, apareceré a tu lado y me verás de hinojos a tus plantas, pidiéndote que correspondas al inmenso amor que me inspiras.
No hay ya en mí calidad exótica y peregrina que te prohíba amarme. Yo poseo el antiquísimo saber de los brahmanes y de los chatrias, de cuyas castas combinadas desciendo; pero, he estudiado también y he logrado adquirir bastante del moderno saber de Europa. Y no le miro con prevención injusta, sino con cariño paternal, como retoño lozano de nuestras primeras, altas y fecundas doctrinas. Ya habrás notado que no escribo muy mal tu idioma y hasta que he imitado y casi traducido en sánscrito versos de Goëthe. No ignoro tampoco las literaturas francesa, inglesa y de otros pueblos. Y en lo tocante a religión, te diré con todo sigilo, pues no quiero aún escandalizar y alborotar a mis parientes y amigos, brahmanes y chatrias, que he renegado, tres años ha, de la religión brahmánica, y me he hecho, en secreto, tan católico cristiano, como tú eres. Se debe esta conversión a cierto Padre jesuita, de nación española, que llegó a esta ciudad, procedente de Filipinas y se detuvo algún tiempo entre nosotros. Era varón tan ilustrado, tan piadoso y tan elocuente y melifluo, que logró convencerme. Dios le bendiga y se lo pague. Callo su nombre, porque de seguro no te importa y porque no quiero lastimar su extremada modestia. Sólo añadiré que de mi trato frecuente con este bendito Padre, ha nacido en mí grande afición a la lengua castellana y que he adquirido y leído los mejores prosistas y poetas, que en ella han escrito o escriben.
Te callo también mi nombre indio, porque no quiero que le estropees y porque es tan enrevesado, que sólo aprenderás bien a pronunciarle por medio de la voz viva. Conténtate por ahora, con saber que el venerable padre jesuita mi catequizador, me puso al bautizarme, el sevillano nombre de Isidoro. No seas voluble: ámame y no me olvides: no te enamores de ninguno de esos dandies de la Hof-Adel o nobleza palatina de Viena: persuádete de que mi nobleza es por lo menos tan clara y sin la menor duda muchísimo más rancia que la de ellos. La de ellos constará acaso en antiguos pergaminos, pero la mía consta en documentos fehacientes, redactados veinte siglos antes de que el pergamino se inventase, y muchos más siglos antes de que en Austria se usara y se contara entre los recados de escribir.
Ámame, repito, y ten fe y esperanza en mi amor. No necesitas buscarme, sino aguardarme. Pronto me verás a tus pies, adorándote rendido y suplicándote con toda el alma que seas la Padmini de tu
ISIDORO».
IX
Contentísima estaba Poldy al inferir y considerar, por la lectura de la carta, que su indio era ilustre y rico y que estaba perdidamente enamorado de ella. Puntos había, no obstante, en la carta, que hacían surgir en el espíritu de Poldy, reparos, contradicciones y hasta quejas. Harto jactancioso y nada galante ni fino le pareció el encomio que hizo el indio de su nobleza, con grave detrimento y aun menosprecio de la nobleza austriaca; pero Poldy excusaba y hasta absolvía al indio, conjeturando que en este particular había de estar un tanto cuanto agriado su carácter, por que siendo él descendiente de Crishna, de Rama, de los Pandues, o tal vez de algún Avatar, encarnación de Vishnú, de los que el Mahavarata celebra, se veía sometido a la extranjera dominación de los pícaros ingleses.
Poldy disculpaba así a su amigo, pero distaba mucho de darle la razón. Pensaba ella que los documentos nobiliarios valen solo cuando goza de poder, alta posición y riqueza quien los exhibe, y que todo esto, salvo la riqueza, estaba menoscabado y deteriorado en su indio, que al fin era un humilde súbdito de S. M. Británica y cualquier inglés empleado de Hacienda o cualquier coronel de caballería podría mirarle de alto a bajo.
Poldy discurría además, que el que vence y domina es siempre el heredero legítimo del vencido y dominado. Y esto en todas las épocas y regiones. En la Edad Media, por ejemplo, ya en una encrucijada, ya en abierto palenque, topaba un caballero andante con otro, y para probar la bizarría respectiva o para hacer confesar al contrario, que su dama era la más hermosa, o por quítame allá esas pajas, se arremetían ambos con furia y se daban de lanzadas. De resultas caía derribado de la silla uno de los dos caballeros, y en el instante, toda la gloria de sus proezas, toda la nombradía que sus aventuras y hazañas le habían granjeado, se transferían al caballero vencedor como aditamento o apéndice.
Poldy recordaba también haber leído que, allá en América, cuando un cacique bisoño, que no había hecho aún cosa de provecho, se encontraba de manos a boca con otro cacique veterano, enemigo suyo, y célebre autor de doscientas mil ferocidades, y acertaba a darle tan terrible golpe con la macana que le derribaba y vencía, la fama toda del cacique veterano se trasladaba al cacique bisoño, y hasta era general creencia que en el bisoño se transfundían los bríos y la audacia del veterano, sobre todo si el bisoño le bebía la sangre o se le comía, crudo o guisado, después de haberle muerto.
Deducía Poldy de cuanto va dicho, que los verdaderos nobles del día, son los europeos, y muy singularmente los alemanes, porque ejercen con los adelantos y mejoras de nuestro siglo, todas las antiguas artes de la paz y de la guerra, por donde se señalaron y dominaron el mundo asirios y babilonios, medos y persas, egipcios, fenicios y cartagineses, y griegos y romanos, cuyas glorias todas, excelencias y privilegios se hallan hoy, según Poldy, en resumen, cifra y compendio, en sus egregios compatriotas, y por consiguiente en ella también.
A pesar de todo, y después de haber hecho la indispensable rebaja, Poldy se complacía en que fuera noble su indio y hasta se figuraba llanísimo que fuese él naturalizado, hof-fähig sin la menor dificultad, y que asistiese con ella a la corte cuando estuviesen casados.
Como en Austria, además de la nobleza alemana, checa, polaca, húngara, rumana, croata, serba, dálmata, etc., la hay de origen irlandés, francés, español e italiano, claro está que podría haberla también de origen brahmánico y chatriesco.
Otra cosa, de las que enojaban algo a Poldy, era la presencia en la fotografía de aquellas tres bayaderas tan ligeramente vestidas y tan poco modestas y comedidas en sus bailes. Pero también Poldy se mostraba indulgente con este desafuero del indio, y si no le disculpaba, le explicaba y casi le perdonaba. El indio había tenido bayaderas, y había hecho aquella vida rota, de puro oriental, cuando estaba aún sumido en las tinieblas del paganismo, pero cuando, gracias al padre jesuita, se convirtió a la verdadera religión, Poldy daba por segura su enmienda y el abandono en que había dejado sus viciosos deportes.
Lo único que en este negocio la apesadumbraba era que no hubiese sido el indio su catecúmeno, porque ella le hubiera convertido mejor que el padre jesuita, y no le hubiera dado en la pila bautismal un nombre tan feo como el de Isidoro. Poldy ignoraba quizás que había habido un santo arzobispo de dicho nombre, famosísimo sabio, que recogió y ordenó en sus libros todo el saber de su tiempo, y se atenía a lo que había oído decir a una vieja princesa, tía suya, terrible antisemita, la cual princesa se empeñaba en afirmar que el nombre de Isidoro era muy común entre judíos, por donde le repugnaba de tal suerte, que tuvo tentaciones de despedir a un excelente criado suyo porque se llamaba Isidoro, y sólo se resignó a conservarle en su servicio obligándole a llamarse Filidoro en adelante.
Por lo demás, Poldy no podía estar más alegre ni más satisfecha. El istmo de Suez, acababa de abrirse y ya se presentía Poldy atravesando el canal, salvando el estrecho de Bab-el-Mandeb, y navegando por el Mar Eritreo, con rumbo hacia la India, para visitar las quintas, jardines y palacios de su joven esposo.
La venida de éste no podía ya tardar mucho, y Poldy se moría de impaciencia por verle vivo y no pintado, en cuerpo y alma y no en imagen. Lo que excitaba su curiosidad y le cosquilleaba suavemente las telas del cerebro era la condición de Padmini, que el joven indio le concedía. Ansiosa estaba de leer o de que le leyesen el Kama Sutra, y de estudiar bien allí las sesenta y cuatro aptitudes o excelencias de la Padmini, para buscarlas en ella y convencerse de que las poseía y de que no era lisonja de su amigo.
En resolución, Poldy estaba inquieta y alborozada, pero con inquietud y alborozo, llenos de dulces esperanzas y de amorosas y poéticas venturas.
X
Muy distraída o muy afanada debía de andar Garuda, cuando no se mostraba en la margen de la laguna a donde Poldy iba a buscarla de diario. El indio seguía también tan invisible como Garuda.
Poldy languidecía de impaciencia, e imaginaba en ocasiones que iba a marchitarse su juventud como entreabierta rosa, en cuyo seno, donde no cayó el rocío, penetran los rayos del sol en la estación estiva.
En efecto, estaba para acabar ya el mes de Junio y el indio no había aparecido.
Una mañana, como de costumbre, entre diez y once, volvía Poldy de la laguna, donde en balde había buscado a la cigüeña.
Fatigada y triste, en medio de la senda por donde se volvía al castillo, Poldy se sentó, al pie de un olmo, en un asiento rústico, y en lo más frondoso, intrincado y bonito del parque. Un arroyuelo cristalino corría cerca murmurando. Crecían en su margen blancas y moradas violetas, y otras no cultivadas florecillas, que embalsamaban el aire con suave y grata fragancia. Floridos rosales de enredadera y otras plantas, que se ceñían a los troncos, y pasaban de un árbol a otro, como festones y guirnaldas, formaban allí misteriosa espesura y apartado recinto.
Sentada ya Poldy, se puso a meditar, y hubo de distraerse por tal arte, que, como vulgarmente se dice, se le fue el santo al cielo. Cual no sería su asombro y cual no sería su júbilo, cuando de repente sintió ruido y sin tener tiempo para recobrarse, vio llegar a un gentil caballero, que se aproximó respetuoso y vino a ponerse de hinojos a sus plantas.
Imposible dudar. Era el original de los tres retratos en fotografía. Vestido estaba con elegante traje de cazador, pero sin armas, porque no iba ya a caza de tigres, sino de palomas. Y en vez del salacot oriental, cubría su cabeza un airoso sombrero tirolés adornado con una pluma de águila.
El joven derribó por tierra el sombrero y descubrió los negros y abundantes rizos de su cabeza, antes de postrarse de rodillas.
Profunda fue la emoción de Poldy. El corazón le daba brincos en el pecho. El joven le pareció mucho más bello en el original que en los retratos, y cuando oyó su voz, argentina, melodiosa, y rica de tonos persuasivos y suaves, que roban la prudencia y la calma, apenas pudo sostenerse y pensó que se desmayaba.
En aquella situación no era dable diálogo alguno. ¿Qué podían decirse los dos enamorados? ¿Con qué frases, en qué sobrehumano idioma acertarían a expresar sus agitadores sentimientos?
Solo dijo él:
-Aquí estoy, Poldy. Tuya es mi vida. Quiero ser y seré tuyo para siempre. Yo te amo, Yo te idolatro, yo te adoro.
¿Qué había de contestar Poldy, muda de asombro, radiante de alegría, y con el amor y el pudor luchando en su alma?
Hizo, no obstante un esfuerzo y se puso de pie, aunque turbada y vacilante.
Entonces él se levantó también y la estrechó irresistible y cariñosamente entre sus brazos. Luego, juntó su rostro al de ella y cubrió de besos su frente, sus mejillas y su fresca boca.
Conoció Poldy al fin el peligro en que se hallaba, se avergonzó de ceder con tanta facilidad a quien veía y oía por vez primera; y, prestándole fuerzas su lastimado decoro, rechazó con violencia a su amante, se desprendió de entre sus brazos, y procuró guarecerse de su atrevimiento huyendo desalada y refugiándose en el castillo.
A solas en su estancia, se repuso Poldy de su temor, logró calmarse, y en el fondo de su alma no pudo menos de conceder su perdón al príncipe indio. ¿Qué no perdonará una mujer a un joven gallardo y elegante, enamoradísimo de ella, y que viene a buscarla y a ofrecerle su mano desde tan remotos países? Y por otra parte, ¿qué había de hacer él cuando ella había enmudecido, trémula y palpitante, y no respondía a sus palabras? Si el indio no hubiera hecho lo que hizo, o hubiera sido un ente sobrehumano de los que no se estilan, o un mozalbete ruin, desmedrado y muy para poco.
Así pensó Poldy. Yo no digo si pensó bien o si pensó mal. Digo solo que pensó así y que, en consecuencia de tales premisas, echó allá en su mente la absolución al joven indio.
Sacó luego de un cajón de su escritorio la fotografía iluminada y con morosa delectación se puso a contemplarla.
Tan embebecida estaba en esto, sentada junto a su bufete, donde había extendido la fotografía, que no vio ni oyó lo que pasaba en torno suyo.
De súbito, y cuando menos lo temía, oyó detrás de ella una estridente y sonora carcajada, tan diabólica y tan burlona como puede darla el más consumado cantante, haciendo el papel de Mefistófeles y atormentando a Margarita, en la ópera del Fausto. Con mucho sobresalto volvió Poldy la cara y vio apoyado en el respaldar de su silla a su hermano Enrique, con su facha de duende maligno, que se reía a casquillo quitado.
De ordinario era Poldy apacible y afectuosa con todas las gentes y singularmente con su enfermizo hermano, para quien no tenía palabra mala. Pero entonces la cegó la ira y dijo con cruel desabrimiento al Conde Enrique:
-¿De qué te ríes, imbécil? ¿De qué te ríes?
-Pues me río -contestó el conde tartamudeando-, pues me río...
-Vamos... interrumpió ella. Di, explícate. Dios te dé habla.
-Pues me río del enredo novelesco que has armado en tu cabeza, convirtiendo en príncipe indio o en algo semejante... a mi antiguo amigo y camarada de universidad, Isidoro Ziegesburg.
-Esas son simplezas tuyas. El indio se parecerá a un estudiante que tú conociste. ¿Pero de dónde había de sacar el tal estudiante todas las magnificencias indostánicas, todos los peregrinos tesoros de que en esta fotografía aparece rodeado?
-Mira, hermana, mi amigo es tan rico y abundan tanto en su casa los objetos de toda laya, que lo mismo que aparece como indostaní en la fotografía, hubiera podido aparecer griego del tiempo de Pericles, magnate egipcio de la época de los Faraones o de los Ptolomeos, Mirza contemporáneo de Hafiz o señor feudal del siglo de la primera cruzada. Y siempre con las alhajas, primores, requisitos y demás accesorios que a cada personaje caracterizan y son propios. Isidoro Ziegesburg, en una palabra, posee el más completo y admirable bazar de antiguallas y curiosidades, que hay en Viena. ¿Qué digo en Viena?, en toda Europa no hay otro que se le iguale. Isidoro, así por lo que heredó de su padre, como por lo que ha traído de sus peregrinaciones por todo el mundo, durante cuatro años, es el más notable y acreditado de todos los chamarileros. Comprendo lo que ha pasado y por eso me río. Me río sin poderlo remediar.
Y el conde Enrique se reía, y Poldy poniéndose colorada como las amapolas, estuvo a punto de darle de bofetones.
El conde advirtió que su hermana estaba furiosa, refrenó su hilaridad y siguió diciendo:
-Lo comprendo todo, porque Isidoro posee una bonita casa de campo a ocho kilómetros de este castillo. No extraño que lo ignores, porque tú estás siempre en Babia, arrobada en tus ensueños y sin ver la realidad de las cosas. Sin duda, en la citada casa de campo, ha de tener Isidoro algunos animales domesticados, y entre ellos la cigüeña blanca. Tuvo un día el capricho de colgar al cuello de la cigüeña las tres poesías sánscritas, de cierto compuestas por él, porque es muy ingenioso y aprovechado estudiante. Él quiso embromar a alguien, sin prever a quien embromaría. Y quiso la suerte que los versos cayesen en tus manos y fueses tú la embromada. Lo demás que ha podido ocurrir, lo sabes tú mejor que yo.
-Sí que lo sé -dijo Poldy, más triste ya y más abatida que airada-. Y pregunto yo ahora: ¿es incompatible el ser chamarilero y el pertenecer a la nobleza?
-En manera alguna es incompatible. Sujetos de muchas campanillas gustan en el día de hoy de hacer cambalaches y de comprar y vender antiguallas y curiosidades de todo género. Yo he oído decir al mismo Isidoro, cuando acababa de volver de sus peregrinaciones, que en Lisboa tenía un estupendo baratillo nada menos que un Palha, individuo de una de las más ilustres y antiguas familias portuguesas, según lo atestigua Cervantes en el Quijote. Y sin ir tan lejos, en la misma capital de Austria, hay un egregio conde que tiene tienda de cristalería, y otro muy distinguido caballero que la tiene de tejidos de lana en la calle de Carintia. ¿Porqué pues, sin desdoro de sus timbres y blasones, no ha de tener un baratillo un señor de noble prosapia?
-Acaso -dijo Poldy- Isidoro de Ziegesburg entre en esa cuenta. Acaso figure su nombre en el cuadro genealógico de las casas principescas, ducales y comitales, que publica todos los años el almanaque de Gotha, o por lo menos en el libro de los condes, que también da anualmente a la estampa el mismo editor Justo Perthes.
-Desengáñate, hermana. No te canses. Yo debo decirte la verdad, aunque te aflijas. Y la verdad es que Isidoro Ziegesburg es un judío.
No bien el conde Enrique hubo pronunciado aquella palabra, que sonó como la trompeta del juicio en las encendidas orejas de Poldy, criada y educada, por su madre y por su tía, desde la tierna infancia en el más feroz antisemitismo, cuando Poldy empezó a temblar como una azogada y tuvo un violento ataque de risa nerviosa. Tan violento fue que el conde Enrique se llenó de miedo, llamó al aya e hizo que trajesen a Poldy una taza de tila.
Cuando al fin se calmó Poldy, y cuando pasó su risa insana, empezó a suspirar y a sollozar, y derramó un mar de lágrimas.
Todavía se notaba en ella un raro movimiento nervioso. Con el pañuelo se secaba el llanto, pero se restregaba el pañuelo con violencia por las mejillas y por los labios, como si quisiese arrancarse la piel y los besos que en ella había estampado el príncipe indio, convertido ya en chamarilero israelita.
XI
Luego que Poldy consiguió sosegarse un poco, cayó en muda y honda melancolía. Nada dijo a su hermano ni a su aya. Ellos no se atrevían a interrogar a Poldy. Encerrada en su estancia, no iba ya a pasear por el bosque. Apenas se dejaba ver y tratar por las personas que en el castillo moraban.
Entre tanto, el joven Isidoro fue tan audaz que se aventuró a venir a visitarla, no ya recatadamente, sino en elegantísima victoria, tirada por dos soberbios trotones rusos, con la cual llegó hasta la puerta del castillo, subió las escaleras, y se empeñó en entrar a ver a la joven condesa. Por fortuna se opuso el aya que le recibió en la antesala. Isidoro dejó tarjeta y se retiró mal contento.
No desistió sin embargo, y repitió otras tres veces la tentativa. A la cuarta vez, por orden de Poldy, el aya salió a desengañar a Isidoro, le afeó su tenacidad y atrevimiento, y le dijo que era inútil que volviese por allí a enojar y a atormentar a Poldy, que nunca habría de recibirle y a quien no volvería a ver en la vida.
El horror antisemítico que embarga el ánimo de la nobleza austriaca explica la conducta de Poldy, que parece extravagantísima y hasta inexplicable en España.
Poldy se había enamorado entrañablemente de Isidoro, pero, siendo él judío, juzgaba ella imposible aceptarle primero por novio y luego por esposo. El caso sería mirado como una abominación sin ejemplo. Los hermanos de Poldy dejarían de reconocerla por hermana, sus tíos y tías, por sobrina, y toda la hig-life, vienesa de dieciséis cuarteles, la expulsaría de su seno como individuo degradado y corrompido.
Al pensar Poldy en esto, los cabellos se le erizaban y temblaba y tiritaba todo su cuerpo como si discurriese por él el frío que precede a la calentura.
Resuelta estaba Poldy a no volver a ver a Isidoro: pero no había previsto otra cosa y no había formado sobre ella plan ni propósito.
A los pocos días de haberse negado ya por completo y para siempre a ver a Isidoro, Poldy recibió por el correo una carta suya. Tal vez, sin reconocer la letra, abrió la carta, tal vez reconoció la letra del sobre y sin embargo le rompió. De todos modos, una vez abierta la carta, Poldy no pudo resistir a la curiosidad y al interés que le inspiraba lo que en ella estaba escrito. Leyó pues, y vio que decía: «El enojado, el quejoso, debía ser yo y no tú, hermosa Poldy: pero el amor que me inspiras es tan alto que no se le sobreponen los enojos y es tan firme que no hay queja que le hunda ni acabe. Sigo, pues, adorándote, apesar de todos los agravios. No fui yo quien te solicitó. Tú me provocaste, tú me excitaste a que te amara enviándome tu retrato con un apasionado escrito. Me creíste brahman, nababo, príncipe de la India o cosa por el estilo; y, no puedes negarlo, me amaste entonces. ¿Hay nada más irracional, ni más absurdo que tu desamor y tu furor de ahora, porque sabes que, en vez de ser brahman, soy israelita? Yo seguí tu humor al principio, fingiéndome brahman, pero, en lo tocante a nobleza no fingí nada. ¿Quién te ha dicho que un judío no puede ser noble? ¿De dónde infieres que tengo yo menos cuarteles que tú? Yo puedo presentarte mi evidente genealogía que se remonta hasta el mismo patriarca de Ur de los caldeos, pasando por reyes, caudillos, jueces y profetas. ¿Dónde andaban los germanos ni qué eran cuando el poderoso rey Salomón, mi pariente, erigía suntuoso templo al Dios único?
Creado su concepto en la mente de los hombres de mi casta, por ellos fue revelado al resto del humano linaje, idólatra y ciego. También el rey Salomón fundaba a Tadmor, espléndido oasis para las caravanas que iban a las orillas del Éufrates, y mandaba sus triunfadoras naves juntas con las de Hiram, a Ofir y a Lanka por un extremo, y a Gadir, a Tarsis y aun a las remotas Casitérides por el otro. Desde allí le traían, para autoridad, pasatiempo y deleite de él y de sus súbditos, cobre, estaño y ámbar, cándidas pieles de armiños y de cisnes, gimios y papagayos, especierías y perfumes, perlas y diamantes, marfil y oro.
Alguien de mi familia privó con Ciro el Grande y volvió con Zorobabel a reedificar la Ciudad Santa. De mi familia fue también el glorioso pontífice que infundió en el ánimo engreído y triunfante del Macedón Alejandro, súbito acatamiento y saludable temor de las cosas divinas. Alguien de mi familia combatió gloriosamente por la patria al lado de los Macabeos y derrotó al rey de Siria Antioco Epifanes. Ve tú pensando mientras yo recuerdo estos sucesos que puedo demostrarte, en que pobre choza o en que miserable zahúrda estaba metida entonces tu desarrapada y salvaje parentela. Las brutales persecuciones de Demetrio Soter, después de la funesta batalla y de la heroica y gloriosísima muerte de los Macabeos, movieron a mi familia a emigrar a España. No quiero pecar de prolijo ni ser tildado de jactancioso, y por eso no cuento aquí por menudo las cosas extraordinarias que en España hicimos. Te diré, no obstante, que fue mi cercano pariente aquel gran rabino de Toledo que redactó la exposición, y fue el primero en firmarla, dirigiéndose a Caifás y tratando de convencerle, para que no condenase al santísimo Hijo de María. Al lado del rey Alfonso VI de Castilla combatieron como héroes mis antepasados, contra la bárbara invasión de los almorávides, en la sangrienta rota de Zalaca. Yo cuento en mi familia inspirados poetas y admirables filósofos y teólogos, gloria de la Sinagoga española y de todo el judaísmo. Entre ellos descuella Jehuda Leví, el Castellano, a quien Heine celebra con entusiasmo fervoroso. El beso que Dios, al crearla, dio a su alma, viéndola tan bella, resuena aún en los cantares de aquel trovador admirable y produce divino encanto en los nobles espíritus que son capaces de sentirle y de comprenderle. Mi familia se estableció más tarde en Lucena, provincia de Córdoba, centro floreciente de las academias y liceos judaicos, donde las ciencias y las artes se cultivaron con abundante fruto. De allí salieron médicos, astrónomos, hombres de Estado y ministros de hacienda para multitud de monarcas, cristianos y muslimes, de los que reinaron en la península. Nosotros poseíamos un pintoresco castillo o quinta de recreo, en el ameno nacimiento del río, cerca de la villa (hoy ciudad) de Cabra, y por eso tomamos el apellido de Castillo de Cabra, que traducido al alemán llevo ahora. Arrojados de España por el fanatismo antisemita, vinimos a parar a Austria, donde somos hoy víctimas de no menor absurdo fanatismo. Y no es lo peor el odio, sino el infundado desprecio con que nos tratáis. ¿Qué he hecho yo, qué ha hecho mi casta para que seamos así menospreciados? El dinero que ha ganado mi padre y el dinero que he ganado yo, ha sido ganado honradamente. Y para no cansarte, no digo aquí nada más de mi nobleza. Sólo me atreveré a indicar que todavía hay en España familias de las más altas clases, que se convirtieron a la religión cristiana en el siglo XV, y con las cuales me sería harto fácil probar mi parentesco. Baste lo dicho para que te inclines, oh hermosa Poldy, a desechar tu loca repugnancia, impropia del clarísimo entendimiento que Dios te ha dado, y para que vuelvas a recibirme, me ames y seas mía».
En Austria nadie sabe de fijo lo que hizo Poldy después de leer tan arrogante y disparatada carta. La general creencia es sin embargo la de que Poldy, aunque perdidamente enamorada del judío, no cedió ni se rindió a sus razones. Muy por el contrario, todos por allá dan un fin trágico y misterioso a la presente historia.
El castillo de Liebestein está solitario y ruinoso. En sus sombríos y desapacibles salones, llenos de polvo y telarañas, se afirma que vagan y circulan por la noche duendes y almas en pena.
El conde Enrique se fue de profesor a no sé qué universidad, donde vive aún.
Y en cuanto a Poldy, unos aseguran que se ahogó bañándose, y dan otros por cierto que, de propósito y movida por la desesperación, se arrojó desde una barca en la vaguada o centro mismo de la corriente del Danubio, y hasta añaden que con una gruesa piedra atada al cuello, para hundirse en el fondo, para que nadie pudiera salvarla y para que no resurgiese y se encontrase su cadáver.
XII
Sin faltar descaradamente a la verdad, no hubiera podido tener mi cuento fin menos lamentable y menos vago, a no ser por un dichoso encuentro casual que tuve en Nueva York diez o doce años después de la desaparición de Poldy.
En el espléndido club, donde iba yo a comer casi de diario, me encontré a un rico y amable comerciante de origen español, trabé con él amistad y acabamos por hacernos muy íntimos.
Era hombre de cuarenta y cinco años a lo más, pero parecía más joven por lo muy guapo, alegre y elegante.
Nos reconocimos como paisanos de la patria chica, o sea de determinada comarca, porque si no él, no pocos de sus antepasados fueron cabreños.
Ya adivinará o sospechará el lector que este amigo mío, aunque naturalizado ciudadano de la Gran República, era y se llamaba Don Isidoro Castillo de Cabra.
Pronto me contó hasta los ápices y hasta los más escondidos lances de su vida. Poldy había luchado, durante algunos meses, en espantosa indecisión, entre el amor que Isidoro le inspiraba y los deberes más o menos artificiales, que la ligaban a su patria, a su familia y a la alta clase a que pertenecía.
Por último, el amor triunfó en el alma de Poldy, mas no para quedarse en Austria desdeñada y aborrecida de sus hermanos y parientes. No: esto era imposible. Poldy tomó una resolución extrema, pero, en su caso, bastante justificada. Hizo correr la voz de que había muerto, se casó católicamente con el judío converso, y cambiando, o mejor dicho traduciendo su nombre, se vino a vivir con él a los Estados Unidos.
Isidoro se trajo todo el dinero que tenía y no pequeña parte de los preciosos chirimbolos, joyas y antiguallas de su bazar. El resto, así como los predios urbanos y rústicos de que en Austria era dueño, lo dejó al cuidado de un tío suyo muy de fiar y muy hábil.
En los Estados Unidos entró en grandes empresas y especulaciones y aumentó sus bienes de fortuna en vez de disminuirlos.
Él venía a Nueva York dos o tres días cada semana para despachar sus negocios que, por haber muy entendidos dependientes en su escritorio, no requerían de continuo su presencia. De aquí que la mayor parte del tiempo se le pasase en una quinta que había hecho construir a las orillas del Hudson, imitando en lo posible la traza y arquitectura del castillo de Liebestein. Como la quinta estaba sobre una peña, a semejanza del castillo, tuvo Isidoro la ocurrencia de darle casi el mismo nombre, aunque en lengua castellana y recordando un sitio muy romántico que hay entre Antequera y Archidona. La quinta de Poldy se llamó la Peña de los Enamorados.
Distaba la quinta mucho más de Nueva York que de Albany, capital del Estado de Nueva York, pero, como los trenes del ferrocarril van con extraordinaria rapidez en aquella tierra, y es deliciosa la navegación en los magníficos vapores que suben y bajan por el río, poco molestaba a Isidoro para ir y venir que fuese algo mayor la distancia. En cambio Poldy gustaba del sosiego y de la tranquilidad del campo y aborrecía el bullicio malsano de las ciudades muy populosas.
Rara vez Poldy iba a Albany y más rara vez aún iba a Nueva York. En su quinta gozaba ella de todo el bienestar, lujo y regalo, que ofrece la civilización moderna a los que son muy ricos.
Poldy, aun saliendo poco, y para verse al espejo, y para que su marido la viese, se vestía a la última moda, con esmero, buen gusto y acendrada elegancia.
Isidoro me llevó a la quinta, me presentó a Poldy y tuve el placer y la satisfacción de admirarla. Aunque frisaba ya en los cuarenta años, el sol de su hermosura brillaba en el cenit y ella parecía una diosa.
Admirable era la hospitalidad conque acogía en su casa a los huéspedes, contribuyendo a este fin el privilegiado talento de su cocinero, artista de primer orden.
Dos hijos tenía Poldy: una niña de ocho años y un niño de seis, que eran dos ángeles de puro bonitos.
Garuda, la cigüeña blanca, animal que goza de larguísima vida, vivía mansa, doméstica y feliz en la quinta, como si para ella el tiempo no corriese. Más bien había ganado que perdido, porque el plumaje de la pechuga, que tenía antes un viso ceniciento, había adquirido el brillo y la blancura de la nieve. Garuda parecía el genio familiar de la casa, el vivo resumen de los lares y penates de aquel hogar transportado desde el centro de Europa a la opuesta orilla del Atlántico.
No quiero decir más para encarecer la felicidad de que Isidoro y Poldy gozaban, a fin de no excitar la envidia de los que me lean. Voy, pues, a terminar, haciendo una súplica a los lectores: que se callen lo que aquí revelo y no se lo escriban a los treinta o cuarenta condes y condesas, hermanos, tíos, cuñados y sobrinos de Poldy, para que no se aflijan ni se escandalicen.