Un sastrecillo, estaba sentado en su mesa cerca de la ventana, en una hermosa mañana de verano, cosiendo alegremente y con mucha prisa, cuando acertó a pasar por la calle una mujer que voceaba:
-¿
Quién compra buena crema? ¿
Quién compra buena crema?
Esta palabra
crema, sonó tan agradablemente a nuestro hombre que, asomando su pequeña cabeza por la ventana, exclamó:
-
Aquí, buena mujer, entrad aquí y encontraréis comprador.
Subió cargada con su pesado cesto, los tres escalones de la tienda del sastre y tuvo que poner delante de él todos sus cacharros para que los mirase, manejase y oliese, el uno después del otro, concluyendo por decir:
-
Me parece que es buena esta crema; dadme dos onzas, buena mujer, y aunque sea un cuarterón.
La vendedora, que había creído hacer un negocio, le dio lo que pedía, pero se fue gruñendo y refunfuñando.
-
Ahora, exclamó el sastrecillo, suplico a Dios, que tenga a bien, bendecir esta buena crema para que me dé fuerza y vigor.
Y cogiendo el pan del armario partió una larga rebanada para extender su crema encima.
-¡
Qué bien me va a saber!, pensó para sí, pero antes de comérmela voy a acabar esta chaqueta.
Colocó la tostada a su lado y se puso a coser de nuevo, y era tal su alegría que daba las puntadas cada vez mayores. Pero el olor de la crema, atraía las moscas que cubrían la pared y vinieron en gran número a colocarse encima de ello.
-¿
Quién os ha llamado aquí?, dijo el sastre echando estos huéspedes incómodos.
Pero las moscas sin hacerle caso volvieron en mayor número que antes.
Se incomodó entonces, y sacando de su cajón un pedazo de paño:
-
Esperad, exclamó, yo os arreglaré, y las dio sin piedad.
Después del primer golpe, contó las muertas y había nada menos que siete, que estaban con las patas extendidas.
-¡
Diablos!, se dijo admirado de su valor, parece que soy un valiente; es necesario que lo sepa toda la ciudad.
Y en su entusiasmo se hizo un cinturón y bordó encima con letras muy gordas: «
Mató siete de un golpe.»
-
Pero la ciudad es muy pequeña, añadió, en seguida; debe saberlo el mundo entero.
El corazón le saltaba de alegría dentro del pecho, como la cola de un corderillo.
Se puso su cinturón y resolvió correr el mundo, pues su tienda le pareció desde entonces un teatro muy pequeño para su valor.
Antes de salir de su casa, buscó por toda ella lo que había de llevar, pero no encontró más que un queso rancio que se metió en el bolsillo. Delante de la puerta, había un pájaro en su jaula, que se metió en el bolsillo con el queso.
Después, emprendió valerosamente su camino y como era listo y activo, anduvo una semana.
Pasó por una montaña, en cuya cumbre había una enorme gigante que miraba tranquilamente a los pasajeros. El sastrecillo se fue derecho a él y le dijo:
-
Buenos días, compañero; ¿
qué haces ahí sentado? ¿
Estás mirando cómo se mueve el mundo a tus pies? Yo me he puesto en camino en busca de aventuras; ¿
quieres venir conmigo?
El gigante le contestó con aire de desprecio:
-¡
Bribonzuelo, sietemesino!
-¿
Cómo te atreves a decirme eso?, exclamó el sastre.
Y desabotonándose el chaleco, le enseñó el cinturón diciendo:
-
Lee aquí y verás con quien las has.
El gigante que leyó, «
siete de un golpe», se imaginó que eran hombres a los que había muerto el sastre y miró con un poco más de respeto a su débil interlocutor. Sin embargo, para experimentarle, cogió un guijarro en la mano y le apretó con tal fuerza que rezumaba agua.
-
Ahora, le dijo, haz lo que yo, si tienes tanta fuerza.
-¿
No es más que eso?, dijo el sastre, pues eso es un juego de niño para mí.
Y metiendo la mano en su bolsillo sacó el queso que llevaba en él y le apretó en su mano de manera que le sacó todo el jugo que tenía.
-¿
Qué te parece?, añadió; ¿
hay alguna diferencia entre los dos?
El gigante, no sabia qué decir y no comprendía que un enano pudiera tener tantas fuerzas. Cogió otro guijarro y lo tiró tan alto que apenas lo distinguía la vista más perspicaz, y le dijo:
-
Vamos, hombrecillo, haz lo que yo.
-
Bien tirado, dijo el sastre, pero la piedra ha caído. Yo voy a tirar otra que no caerá.
Y sacando el pájaro que estaba en su bolsillo le echó a volar.
El pájaro, contento al verse libre, partió más rápido que una flecha y no volvió más.
-¿
Qué dices ahora, camarada?, añadió.
-
Está muy bien hecho, respondió el gigante; mas quiero ver si cargas tanto como lejos tiras. Y condujo al sastrecillo delante de una enorme encina que estaba caída en el suelo.
-
Si verdaderamente tienes fuerzas, le dijo,
es preciso que me ayudes a levantar este árbol.
-
Con mucho gusto, contestó el hombrecillo, carga el tronco en tus espaldas, yo cargaré con las ramas y la copa que es lo más pesado.
El gigante se echó el tronco a espaldas, pero el sastrecillo se sentó en una rama de manera que el gigante, que no podía mirar hacia atrás, llevaba todo el árbol y además al sastre que se había instalado pacíficamente y cantaba con la mayor alegría.
El gigante anonadado bajó el peso y no pudiendo resistirle dados algunos pasos, gritó:
-
Mira, voy a tirarle al suelo.
El hombrecillo saltó muy listo en tierra y cogiendo el árbol entre sus brazos como si hubiera llevado lo que le correspondía dijo al gigante:
-
Bien flojo eres para ser tan alto.
Continuaron su camino y acertando a pasar por delante de un cerezo, cogió el gigante la copa del árbol donde se hallaban las más maduras, y encorvándole hasta el suelo, le puso en la mano del sastrecillo para que comiese las cerezas, pero éste era demasiado débil para sostenerle, y en cuanto le soltó el gigante, enderezándose el árbol se llevó al sastre consigo. Bajó sin hacerse daño, pero el gigante le dijo:
-¿
Qué es eso?,
no tienes fuerzas para encorvar semejante bagatela?
-N
o se trata de fuerzas, respondió el sastrecillo, ¿
qué es eso para un hombre que ha derribado siete de un golpe?
He saltado por encima del árbol para librarme de las flechas, porque allá abajo hay unos cazadores que tiran a los matorrales. Haz tú otro tanto si puedes.
El gigante probó, pero no pudo saltar por encima del árbol y se quedó encerrado en las ramas. Así conservó la ventaja el sastre.
-
Puesto que eres un muchacho tan valiente, dijo el gigante, es preciso que vengas a nuestra caverna y pases la noche con nosotros.
El sastre, consintió en ello, con mucho gusto. En cuanto llegaron, encontraron a otros gigantes sentados cerca de la lumbre, comiéndose cada uno un carnero asado que tenía en la mano. El sastre creyó que la habitación era mucho mayor que su tienda. El gigante, le enseñó su cama y le mandó que se acostase, pero como la cama era demasiado grande para un cuerpo tan pequeño, se acurrucó en un rincón. A la media noche, creyendo el gigante que dormía con un profundo sueño, cogió una barra de hierro y dio un golpe muy grande en medio de la cama, con lo que pensó haber matado decididamente al enano. Los gigantes, se levantaron al amanecer y se fueron al bosque; se habían olvidado del sastre, cuando le vieron salir de la caverna con un aire muy alegre y un tanto descarado; llenos de miedo y temiendo que los matase a todos, echaron a correr sin esperar a más.
Continuó el sastrecillo su viaje y después de haber andado mucho tiempo, llegó al jardín de un palacio, y como estaba un poco cansado, se echó en el musgo y se durmió. Las personas que pasaron por allí se pusieron a mirarle por todos lados y leyeron en su cinturón:
«
Siete de un golpe.»
-¡
Ah!, dijeron para sí, ¿
qué es lo que viene a hacer aquí este rayo de la guerra en el seno de la paz?
Debe ser algún señor muy poderoso.
Fueron a dar parte a su rey, añadiendo que si llegaba a declararse la guerra sería un auxiliar muy eficaz, por lo que había que ganarle a cualquier precio.
Agradó al rey este consejo y envió a uno de sus cortesanos para ofrecerle, en cuanto despertase, un empleo en su servicio.
El enviado, permaneció de centinela cerca del hombrecillo; y cuando comenzó a abrir los ojos y a estirarse le hizo la propuesta.
-
Con ese objeto he venido, respondió el otro; estoy pronto a entrar al servicio del rey.
Se le recibió con toda clase de honores y le designaron una habitación en la Corte. Pero los militares estaban celosos de él y hubieran querido verle a mil leguas de allí.
-¿En qué vendrá a parar todo esto?, se decían unos a otros.
-
Si tenemos alguna desazón con él, se arrojará sobre nosotros y matará siete de una vez. Ninguno de nosotros sobrevivirá.
Resolvieron presentarse al rey y presentarle todos su dimisión.
-
No podemos, le dijeron, permanecer al lado de un hombre que derriba siete de un golpe.
El rey, sintió mucho verse abandonado por todos sus leales servidores y hubiera deseado no haber conocido nunca al que era causa de ello y del que se hubiese deshecho con mucho gusto. Pero no se atrevía a despedirle, por temor de que este hombre terrible le matase, lo mismo que a su pueblo, para apoderarse de un trono.
El rey, después de haber pensado mucho en ello, halló un expediente. Mandó hacer al hombrecillo, una oferta que no podía dejar de aceptar en su calidad de héroe. En un bosque de aquel país, había dos gigantes que cometían toda clase de robos, asesinatos e incendios. Nadie se acercaba a ellos sin temer por su vida. Si conseguía vencerlos y matarlos, el rey le daba su hija única por mujer con la mitad del reino por dote. Para ayudarle en caso necesario pusieron cien caballos a su disposición. Pensó el sastrecillo, que la ocasión de casarse con una princesa tan linda era muy buena y que no se encontraría todos los días. Declaró que, consentía en ir contra los gigantes, pero que para nada quería la escolta de los cien caballeros, pues el que había matado siete de un cachete, no temía a dos adversarios a la vez.
Se puso en marcha, seguido de los cien caballeros y, cuando llegó a la entrada del bosque, les dijo que le esperaran, que él solo se las compondría con los dos gigantes. Después, entró en el bosque, mirando alrededor con precaución. Al cabo de un rato distinguió a los dos gigantes; estaban dormidos bajo un árbol y roncaban con tanta fuerza que hacían encorvarse a las ramas. El sastrecillo, llenó sus dos bolsillos de guijarros y subiendo al árbol, sin perder tiempo se deslizó por una rama que se adelantaba precisamente por entre los dos gigantes dormidos y dejó caer algunos guijarros, uno tras otro, sobre el estómago de uno de ellos. El gigante, no sintió nada en un principio, pero al fin despertó y empujando a su compañero le dijo:
- ¿
Por qué me pegas?
-
Estás soñando, dijo el otro,
yo no te he tocado.
A poco volvieron a dormirse. El sastre, tiró entonces una piedra al segundo.
¿
Qué hay?, exclamó éste. ¿
Qué es lo que has tirado?
-
Yo no te he tirado nada, tú sueñas, respondió el primero.
Disputaron por algún tiempo, pero, como estaban cansados, concluyeron por callar y volverse a dormir. El sastre, sin embargo continuó su juego y escogiendo el mayor de los guijarros le tiró con todas sus fuerzas sobre el estómago del primer gigante:
-¡
Esto es ya demasiado!, exclamó éste y levantándose furioso, saltó sobre su compañero que le pagó en la misma moneda.
El combate fue tan terrible que arrancaban árboles enteros para servirse de ellos como de armas, y no cesó hasta que ambos quedaron muertos en el suelo.
El sastrecillo, bajó entonces de su puesto.
-
Por fortuna, pensó para sí, no han arrancado también el árbol en que yo me hallaba, pues me hubiera visto obligado a saltar a otro como una ardilla, pero en nuestro oficio todos somos listos.
Sacó la espada y después de haber dado dos buenos golpes en el pecho a cada uno de ellos, volvió a reunirse a su escolta a la que dijo:
-Ya he concluido; les he dado el golpe de gracia; la pelea ha estado reñida, querían resistir y hasta han arrancado árboles para tirármelos, pero ¿de qué sirve todo esto contra un hombre como yo que derriba siete de un golpe?
-¿
No estás herido?, le preguntaron los soldados.
-
No, dijo, no han podido tocarme ni a la punta de un cabello.
Los soldados no quisieron creerlo; entraron en el bosque y encontraron en efecto a los gigantes nadando en su sangre y los árboles arrancados por todas partes a su alrededor.
El sastrecillo, reclamó la recompensa prometida por el rey, pero éste, que se arrepentía de haber empeñado su palabra y buscó un medio para librarse del héroe.
-
Hay, le dijo,
otra aventura que debes llevar a cabo antes de obtener a mi hija y la mitad de mi reino. Frecuenta mis bosques, un unicornio, que hace muchos estragos, es preciso que te apoderes de él.
-
Un unicornio, me da todavía menos miedo que dos gigantes; siete de un golpe es mi divisa.
Tomó una cuerda y un hacha y entró en el bosque, mandando a los que le acompañaban que le esperasen fuera. No tuvo que andar mucho tiempo; el unicornio apareció bien pronto y corrió hacia él para herirle.
-
Poco a poco, dijo,
muy deprisa no está en regla.
-
Permaneció inmóvil hasta que el animal estuvo cerca de él, y entonces se deslizó muy listo detrás del tronco de un árbol. El unicornio, que se había lanzado contra el árbol con todas sus fuerzas, metió en él un cuerno tan profundamente que le fue imposible sacarle, y así le cogió.
-
El pájaro está en la jaula, se dijo el sastre, y saliendo de su escondrijo, se acercó al unicornio, le pasó la cuerda alrededor del cuello, le partió el cuerno metido en el árbol a fuerza de hachazos y, cuando hubo acabado, llevó el animal delante del rey.
Pero el rey no podía decidirse a cumplir su palabra y le impuso otra tercera condición. Se trataba de apoderarse de un jabalí que hacía grandes estragos en los bosques. Los cazadores del rey, tenían orden de ayudarle. El sastre aceptó diciendo que esto no era más que un juego de niños. Entró solo en el bosque, sin que lo sintieran los cazadores, a los que el jabalí había recibido y muchas veces de tal manera que no tenían ánimo de volver. El jabalí en cuanto distinguió al sastre se precipitó hacia él, echando espuma y enseñando sus agudos colmillos, pero el ligero satrecillo se refugió en una ermita que había allí cerca y volvió a salir enseguida, saltando por la ventana. El jabalí entró detrás de él, pero el sastrecillo volvió en dos saltos y cerró la puerta de modo que la fiera se encontró presa, pues era demasiado pesada y grande para salvarse por el mismo camino. Después de esta hazaña, llamó a los cazadores para que vieran al prisionero con sus propios ojos, y se presentó al rey, el cual se vio obligado esta vez a darle a pesar suyo su hija y la mitad de su reino. Con mucha más dificultad se hubiera decidido si hubiera sabido que su yerno no era un gran guerrero sino un infeliz sastrecillo. La boda se celebró con mucha magnificencia y poca alegría, y de un sastre se hizo rey.
Algún tiempo después, la joven reina oyó una noche a su marido que decía soñando.
-
Vamos, muchacho, concluye ese chaleco y remienda ese pantalón o si no te doy con la vara entre las orejas.
-
Comprendió entonces el sitio en que se había educado su marido y al día siguiente fue a quejarse a su padre suplicándole la librara de un marido que no era más que un miserable sastre.
Para consolarla, el rey, le dijo:
-
Deja tu cuarto abierto esta noche; mis criados estarán a la puerta y, en cuanto esté dormido, entrarán y le llevarán cargado de cadenas a un navío que le conducirá lejos de aquí.
La reina estaba muy contenta, pero un escudero del rey que lo había oído todo y que amaba al nuevo príncipe, fue y le descubrió el complot.
-
Yo lo arreglaré - le dijo el sastre.
Por la noche se acostó como de costumbre, y cuando su mujer le creyó bien dormido, fue a abrir la puerta y se volvió a acostar a su lado. Pero el satrecillo, que fingía dormir, se puso a gritar en alta voz:
-
Vamos, muchacho, termina ese chaleco o te doy con la vara en las orejas. He derribado siete de un golpe, he matado dos gigantes, cazado un unicornio y un jabalí, ¿tendré miedo de gentes que están ocultas a mi puerta?.
Al oír estas últimas palabras se asustaron todos, de tal modo que echaron a correr, como si hubieran visto al diablo y nadie se atrevió ya a declararse contra él. De esta manera conservó la corona toda su vida.
Un padre, reunió a sus tres hijos en su presencia y les dio:
al primero un gallo,
al segundo una guadaña, y
al tercero un gato.
-
Soy viejo, les dijo,
y está cercana mi muerte; quiero antes de que llegue, asegurar vuestro porvenir. No tengo dinero que dejaros, y aunque os parezcan de poco valor las cosas que ahora os doy, eso depende del uso que hagáis de ellas; buscad cada uno un país en que sea desconocido el objeto que posee y hará su fortuna.
El mayor de los hijos se puso en camino con su gallo, después de la muerte de su padre, pero por todas cuantas partes pasaba era conocido el gallo; en las ciudades le veía encima de los campanarios, dando vueltas con el viento; en los campos le oía cantar continuamente, y a nadie chocaba su animalito, de manera que no se hallaba en la situación más a propósito para mejorar su suerte.
Llegó por último a una isla donde nadie sabía lo que era un gallo, de modo que les costaba mucho trabajo conocer la aproximación de las diferentes partes del día. Sabían muy bien cuándo era de día y cuándo era de noche, pero los que dormían por la noche, ignoraban siempre la hora que era.
-
Mirad, les dijo, qué animal tan hermoso; tiene una corona de rubíes en la cabeza y lleva espuelas en los pies como los caballeros. Por la noche canta tres veces a horas fijas; la última cuando va a salir el sol. Cuando canta en medio del día, indica que va a cambiar el tiempo.
Este discurso gustó mucho a los habitantes de la isla; a la noche siguiente nadie se durmió, y todos escucharon con la mayor ansiedad al gallo anunciar las dos, las cuatro y las seis de la mañana. Le preguntaron si vendía aquel hermoso pájaro, y cuánto quería por él.
-
Quiero el oro que pueda llevar un asno en una carga, les contestó.
Todos contestaron que semejante precio era una bagatela para un animal tan maravilloso, y se apresuraron a dársele.
Viendo volver rico a su hermano mayor, los hermanos menores se llenaron de asombro, y el segundo resolvió partir también para ver si le valía algo su hoz. Pero por todas partes por donde pasaba encontraba a los labradores provistos de hoces tan buenas como la suya. Por fortuna desembarcó al fin en una isla en que nadie sabía lo que era una hoz. Cuando el trigo estaba seco en aquel país, le cortaban con la mano, espiga a espiga, malgastando mucho tiempo y no menos dinero, por lo que estaban muy caros los cereales. Cuando nuestro hombre se puso delante de ellos a segar el trigo con tanta facilidad y tan pronto, todos le miraron asombrados. Le compraron su instrumento por el precio que quiso, y
obtuvo un caballo cargado con todo el oro que podía llevar.
El tercer hermano quiso sacar partido a su vez de su gato. Como a los otros dos, no se le presentó ninguna buena ocasión mientras estuvo en tierra firme; pues en todas partes había gatos, y en número tan grande, que se tiraban muchos de ellos apenas habían nacido. Se hizo conducir, por último, a una isla, donde por fortuna no habían visto nunca ninguno; pero en cambio había en ella tal número de ratones, que corrían por las mesas y los bancos, aun en presencia de los dueños de las casas. Todos sufrían este terrible azote; el mismo rey no podía libertarse de él, pues por todos los rincones de su palacio se oían correr los ratones y no se veía libre nada de cuanto podía alcanzar su diente. En cuanto entró el gato limpió dos salas, de modo que los habitantes suplicaron al rey, que adquiriese para el Estado, este precioso animal. El rey, le pagó sin regatear en el precio,
un mulo cargado de oro, y el hermano menor volvió a su país, mucho más rico todavía que los dos mayores.
Allá en aquellos tiempos, había una joven muy perezosa que no quería hilar. Su madre se incomodaba mucho; pero no podía hacerla trabajar. Un día perdió la paciencia, de manera que llegó a pegarla, y su hija se puso a llorar a gritos. En aquel momento, pasaba por allí la Reina, y oyendo los sollozos, mandó detener su coche y entró en la casa, preguntando a la madre por qué pegaba a su hija con tanta crueldad, que se oían en la calle los lamentos de la niña. La mujer, avergonzada, no quiso contarla la pereza de su hija, y la dijo:
-
No puedo hacerla que suelte el huso ni un solo instante, quiere estar hilando siempre, y yo soy tan pobre que no puedo darla el lino que necesita.
-
Nada me gusta tanto como la rueca -la respondió la Reina-;
el ruido del huso me encanta, dejadme llevar a vuestra hija a mi palacio, yo tengo lino suficiente e hilará todo lo que quiera. La madre consistió en ello con el mayor placer, y la Reina se llevó a la joven.
En cuanto llegaron a palacio, la condujo a tres cuartos, que estaban llenos de arriba abajo de un lino muy hermoso.
-
Hílame todo ese lino -la dijo-,
y cuando esté concluido, te casaré con mi hijo mayor. No te dé cuidado de que seas pobre; tu amor al trabajo es un dote suficiente.
La joven no contestó; pero se hallaba en su interior consternada, pues aunque hubiera trabajado trescientos años, sin dejarlo desde por la mañana hasta por la noche, no hubiera podido hilar aquellos enormes montones de estopa. Así que se quedó sola, echó a llorar, permaneció así tres días sin trabajar nada. Al tercero, vino a visitarla la Reina y se admiró de ver que no había hecho nada; pero la joven se excusó, alegando su disgusto por verse separada de su madre. La Reina aparentó quedar satisfecha con esta excusa, pero la dijo al marcharse:
-
Bien, pero mañana es necesario empezar a trabajar.
Cuando se quedó sola la joven, no sabiendo qué hacerse, se puso a la ventana. Estando allí, vio venir a tres mujeres, la primera de las cuales tenía un pie muy ancho y muy largo, la segunda un labio inferior tan grande y caído que la pasaba y cubría por debajo de la barba, y la tercera el dedo pulgar muy largo y aplastado. Se colocaron delante de la ventana, dirigiendo sus miradas al interior del cuarto, y preguntaron a la joven qué quería. La joven les conto su problema y se ofrecieron ayudarla.
-
Si nos prometes -la dijeron-
convidarnos a tu boda, llamarnos primas tuyas, sin avergonzarte de nosotras, y sentarnos a tu mesa, hilaremos tu lino y concluiremos muy pronto.
-
Con mucho gusto -las contestó-;
entrad y comenzaréis en seguida.
Introdujo a estas tres extrañas mujeres e hizo un sitio en el primer cuarto para colocarlas, poniéndose en seguida a trabajar. La primera hilaba la estopa y hacía dar vueltas a la rueda; la segunda mojaba el hilo; la tercera le torcía y le apoyaba en la mesa con su pulgar y cada vez que pasaba el dedo echaba una madeja del hilo más fino. Siempre que entraba la Reina escondía la joven a sus hilanderas y la enseñaba lo que había hecho, llenándose la Reina de admiración. En cuanto estuvo vacío el primer cuarto pasaron al segundo y después al tercero, concluyendo en muy poco tiempo. Entonces se marcharon las tres jóvenes, diciendo:
-
No olvides tu promesa, que no tendrás de qué arrepentirte.
Cuando la joven enseñó a la Reina las piezas vacías y el hilo hilado, se fijó el día de la boda. El Príncipe estaba admirado de tener una mujer tan hábil y trabajadora, y la amaba con ardor.
-
Tengo tres primas -le dijo-,
que me han hecho mucho bien, y a las que no quiero olvidar en mi felicidad; permitidme convidarlas a mi boda y sentarlas a nuestra mesa.
El Príncipe y la Reina no la pusieron ningún obstáculo. El día de la boda, llegaron tres mujeres magníficamente ataviadas, y la novia les dijo:
-
Bien venidas seáis, queridas primas.
-¡
Oh! -exclamó el Príncipe-, t
ienes unas parientas muy feas.
Dirigiéndose después a la que tenía el pie ancho:
-¿
De qué tienes ese pie tan grande? -la preguntó.
-
De hacer dar vueltas a la rueda -le contestó-, d
e hacer dar vueltas a la rueda.
A la segunda:
-¿
De qué tienes ese labio tan caído?
-
De haber mojado el hilo, de haber mojado el hilo.
Y a la tercera:
-¿
De qué tienes ese dedo tan largo?
-
De haber torcido el hilo, de haber torcido el hilo.
El Príncipe, asustado al ver aquello, juró que desde allí en adelante no volvería su esposa a tocar la rueca, librándola así de esta odiosa ocupación.